El
niño y el anciano compartían un tazón de arroz al borde del camino tras un
largo paseo matinal por el bosque. Era
esta un práctica común entre ellos a pesar de no ser familiares.
El
padre del pequeño, un rico señor feudal, había asignado al anciano Shang Guan
Liu como su tutor, igual que su padre hizo antes que él. Este le enseñaba todo
lo que estaba a su alcance, y ,( lo que más le satisfacía), respondía a todas
las preguntas e inquietudes que la insaciable curiosidad del pequeño le
planteaban.
Hoy,
el pequeño Chen le sorprendió con su pregunta:
-"
Anciano, (siempre le llamaba así cariñosamente), si pudieras, te gustaría volver a tener mi edad?"
El
anciano lo pensó durante no más de dos segundos, y respondió con un rotundo
"No".
Desde
luego no era esta la respuesta que esperaba el joven, y así lo demostraban sus
enormes ojos, abiertos por la sorpresa.
-
¿Me estás diciendo la verdad, anciano? -volvió a preguntar. -¿No añoras la
juventud, la fuerza, la vida que me queda por delante?
El
anciano le miró a los ojos sonriente y, poniéndole la mano en el hombro, volvió
a decirle:
-"No".
Fue
la reafirmación de la respuesta del anciano lo que finalmente hizo al joven
Chen soltar sus palillos y mirarle con toda la atención que su pequeño cuerpo
podía expresar.
-Cuéntame
porqué, por favor.
Y
así ,mientras el anciano hablaba y el niño asentía bebiéndose cada palabra, el
sol llegó a su punto más álgido y emprendieron el camino de regreso a palacio.
El anciano, disfrutando del paisaje y sus aromas. El niño, en completo
silencio. Ensimismado. Perdido en sus pensamientos. Al parecer, las palabras habían calado hondo
en su alma, pues aun andaba deambulando entre ellas. El anciano no habría
sabido decir si disfrutándolas, pero desde luego, saboreándolas.
Llegaron
a palacio, y la familia se encontraba reunida al completo para comer.
Comenzó
entonces un fabuloso desfile de bandejas con los más exquisitos manjares que
uno pudiese imaginar. Se encontraban
sentados a la mesa los dos hermanos de
Chen, así como sus padres. Ocho años contaba Chen por aquellos días. Tenía un
hermano mayor, de 14 años, y una hermana pequeña, de 5. Sus padres también eran bastante jóvenes, y se
encontraban charlando afablemente sobre los sucesos de la mañana.
Tras
el desfile de criados, y con la opulenta mesa preparada, todos empezaron a dar
buena cuenta de la comida. Todos menos uno. El pequeño Chen jugaba distraídamente
con la comida mientras su mente parecía estar muy lejos de allí.
No
tardó mucho su padre en percatarse y , con cierto tono de preocupación, (No era
la falta de apetito algo característico de Chen , en absoluto) le preguntó:
-
¿Te ocurre algo hijo? ¿No te gusta la comida?
Este,
sobresaltado, miró a su padre pero tardó unos segundos en responder.
-No
le pasa nada a mi comida , Padre. Es solo que...esta mañana las enseñanzas del anciano
me han dado que pensar.
-¿Y
sobre que versaban, hijo?
-Sobre
la vida, Padre. Le pregunté si querría volver a tener mi edad, y me respondió
que no.
-Pero
eso es absurdo hijo, ¿Quién no querría volver a su juventud?
-El
anciano, Padre. Y ahora yo mismo dudo de si querría hacerlo cuando llegue a su
edad.
El
cabeza de familia no salía de su asombro ante una respuesta tan extraña y
profunda en un niño tan joven. Estuvo a
punto de decir algo cuando de repente el pequeño Chen se levantó de la mesa y,
tomando a un sirviente de la mano, desapareció por el pasillo. Lo único que le dio
tiempo a escuchar al resto de comensales fue: -¡Déjame demostrártelo, Padre! -
No
sabía este si enfadarse por la falta de respeto al levantarse de la mesa de
aquella manera, o sentirse satisfecho por las inquietudes filosóficas que demostraba
su hijo. Finalmente optó, como el resto
de los presentes, por la curiosidad, y esperó pacientemente a que el niño
volviera.
Lo
hizo éste pocos minutos después, portando un precioso pañuelo en una mano, y
una pequeña espada ceremonial en la otra. El criado, a sus espaldas, portaba, a
duras penas, un enorme y ornamentado espejo de cuerpo entero y, sobre sus
hombros, una sábana bordada de gran
grosor.
El
pequeño daba órdenes al criado con excitación, y nada podría haber preparado al
resto de los presentes para lo que hizo a continuación. Colocó al criado con el espejo de pié,
extendió la sabana en el suelo frente a el, y, sin pensárselo dos veces,
arremetió con el pomo de la espada contra el espejo, que se quebró en una
miríada de cristales.
Su
madre ahogó un grito de horror al ver tan bello espejo destrozado, y el ruido
atrajo al resto de sirvientes, sobresaltados.
Pero la expresión del cabeza de familia era casi divertida. Estaba
totalmente intrigado por saber qué tramaba su hijo.
El
pequeño se arrodilló al lado de la sábana que contenía los trozos caídos del
espejo y, cogiendo un pedazo pequeño con el pañuelo, se lo mostró a su padre y
dijo.
-Padre,
la vida de una persona es como un espejo roto.
Colocó
la pequeña pieza sobre el marco del espejo, ahora vacío.
-Este
sería el momento de nacer, Padre. Si miras este pequeño trozo, eres incapaz de
ver apenas nada. Todo lo que te rodea, está por descubrir. Ni siquiera puedes
verte a ti mismo. No sabes quién eres.
Estaba
claro que el niño recitaba las palabras del anciano, pero lo hacía con tal
seguridad y convicción que parecían propias Su padre cruzó los brazos sobre el pecho y
asintió en silencio. Chen cogió varios
cristales pequeños y con suma habilidad los fue encajando entre sí como si de
un puzle se tratara. Había utilizado todos los trozos pequeños y estaba
reconstruyendo buena parte de la mitad inferior del espejo.
-Son
pedacitos pequeños, pero son muchos, Padre. Son los aprendizajes de la
niñez. Aunque muy distorsionado, ya
puedes observarte, conocerte, y puedes percibir un poco lo que está a tu
alrededor, pero - y levanta un dedo hacia la parte superior del marco, aun vacio
- todavía tienes mucho por ver y descubrir.
El
padre frunce el ceño pensativo, pero no dice nada.
Chen,
ahora recogiendo con su pañuelo trozos algo más grandes, sigue reconstruyendo
el espejo, que ahora arroja una imagen más nítida y abarca casi tres cuartas
partes del marco.
-Los
aprendizajes de la adolescencia y la edad adulta, Padre. Son más grandes, más
firmes. Tu ya puedes verte. Incluso casi puedes ver detrás de ti a Madre y a
mis hermanos, si te fijas. Puedes ver lo que te rodea, eres consciente de dónde
estás y con quién. Te has hecho más sabio.
Pero todo se asienta sobre los trozos más pequeños. Y sigues estando incompleto.
Vuelve
el pequeño a su tarea de escoger y colocar trozos de espejo. Los pedazos son de
gran tamaño ahora. Cuando se da por satisfecho, apenas quedan uno o dos trozos
en la alfombra, y el espejo está reconstruido casi en su totalidad.
-La
madurez- afirma Chen con un enérgico asentimiento.- Ya
puedes vernos a todos, Padre. Puedes verte
casi por completo, Los pedazos de espejo son grandes, como tus
conocimientos sobre ti y sobre la vida. Pero sigues estando incompleto.
El
padre, ahora muy intrigado, se acerca a la sábana y comienza a colocar en el
marco los últimos pedazos, los más grandes, mientras dice:
-Creo
que ya lo entiendo hijo, estos pedazos que quedan son la vejez, ¿Verdad?.
Cuando sea anciano, me habré completado.
Todo gracias a lo que he vivido y aprendido con la edad.
Al anciano no le gustaría volver a la niñez, no le gustaría volver a
tener tu edad, porque ahora tiene pleno conocimiento de sí mismo, de los que
tiene a su lado, y de la vida. ¡El anciano nos quiere demostrar el valor de
la sabiduría adquirida con los años!
La
expresión de su cara denota lo contento de sí mismo que está por haber
comprendido la metáfora. Pero al mirar a su hijo, y antes de colocar el último pedazo, ve que éste no se encuentra
satisfecho. Vuelve a tener la expresión de ensimismamiento y duda que tenía durante el almuerzo. Sin entender nada, coloca el último pedazo en
el espejo, y al retirar la mano, se hace un profundo corte en un dedo. El dedo
comienza a sangrar y éste grita una grosería que enseguida le hace avergonzarse
de sí mismo, pero que no ha podido contener por el dolor.
Su
esposa se acerca a socorrerle.
Su
hijo mayor, pone cara de miedo, y luego de preocupación.
Y
su hija pequeña, no puede evitar soltar
una risilla tímida al escuchar la palabrota en boca de su siempre correcto
padre.
Pero justo cuando éste se disponía a regañarla,
una exclamación a voz en vivo vuelve a sobresaltar a todos los presentes.
-¡YA
LO HE ENTENDIDO! - Exclama Chen, apasionadamente. -¡POR FIN!
-¿Se
puede saber de qué hablas, hijo? - dice su padre sujetándose el dedo herido.
-Es
simple, padre. No entendía por qué el espejo tenía que estar roto, y el anciano
se negó a explicármelo. Me dijo que
tendría que averiguarlo por mí mismo. Y
yo no podía dejar de darle vueltas a que, aunque nos permite vernos por
completo, el espejo queda lleno de grietas. Las líneas que separan los trozos
de espejo, sus bordes, las grietas, nos
siguen dificultando el vernos con total claridad. Para mí, eran un estorbo. ¡Pero ya he
comprendido su significado! ¡Acabas de
mostrármelo, Padre! ¡Ya sé qué son las grietas!
-Pues
ilumínanos hijo, no nos hagas esperar más.
-El
espejo debía estar roto para que existieran esas grietas. Esas grietas sujetan todo
el espejo. Hacen que esté unido. que puedas añadir otras piezas. Otras personas, otros "espejos
rotos" tendrán más grietas, o menos grietas, pero todos las tienen, y
demuestran además que lo que no te permiten ver, es tan importante como lo que ves
en el espejo, Son imprescindibles porque sin ellas, las piezas no podrían
encajar entre sí. Unirse. Hacerte completo. Esas grietas han demostrado poder
producir rabia y dolor- y señala a su padre con el dedo aun goteando sangre- , amor-
y señala a su madre, que salió corriendo a socorrerle - miedo, y preocupación, - y señala a su
hermano, aún un poco pálido- y también risas y alegría- dice, señalando a su
hermana pequeña que, ruborizada por haberse reído de su padre, se tapa la boca.
Levanta
la cabeza con determinación y, en un gesto muy categórico para alguien de su
edad, lanza un dedo hacia el cielo y afirma:
"Esas
grietas, Padre, son los sentimientos"
En
un rincón apartado del salón, el anciano Shang Guan Liu, que había estado
escuchando todo desde que oyó romperse el espejo, levanta la barbilla y sonríe
para sus adentros, henchido de orgullo.
José María Vílchez Lagos
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