"JURO QUE JAMÁS VOLVERÉ" de Antonio M. Martín Acosta. Relato ganador XIII Certamen de Relato Corto "Espejos rotos"


Lucas Rondón releyó la noticia una vez más. Unas escuetas líneas insertadas dentro de la sección de sucesos anunciaban la muerte del profesor Rodrigo Hierro, catedrático de Historia Antigua, colaborador de prestigiosas revistas científicas y autor literario de renombre y prestigio. El cadáver -decía el artículo periodístico- fue encontrado a primera hora de la mañana. Las primeras investigaciones policiales apuntaban a que el profesor se topó con una banda de ladrones quienes, al verse sorprendidos por su presencia, lo asesinaron. El estado de la vivienda, completamente revuelta y desordenada confirmaba la hipotesis del robo, si bien en un principio no se descartaban otras líneas de investigación.
Lucas, dejó el periódico sobre la mesa camilla, y se retrepó contra el respaldo del mullido sillón de piel en el que solía descansar sus gastados huesos, mientras consumía una merecida vejez devorando libros antiguos, algunos de primera edición rubricados de puño y letra por sus respectivos autores. Asió un cigarrillo rubio con manos temblorosas y lo encendió inspirando una profunda calada. La nicotina recorriendo los pulmones supuso una especie de anestesia que adormiló durante unos breves segundos sus agitados nervios. Desde hacía un par de años percibía que se acercaba la hora final, que el momento había llegado. Toda la responsabilidad recaía por primera vez en él. Comenzó a sudar copiosamente a pesar de las bajas temperaturas que azotaban aquel invierno que no parecía querer acabarse nunca.
Una escena retrospectiva acudió a su mente. Tenían solo ocho años y un mundo entero por descubrir. Se vio de niño, junto a Rodrigo, Alfonso, Diego y Javier, sus cuatro  inseparables amigos, zascandileando entre las sinuosas callejuelas bajo el cobijo de las altas murallas de adobe y argamasa que mantenían la defensa de la ciudad. Recordó la desconfianza que los inundó en un primero momento cuando penetraron en la regia mansión abandonada, y como ante la visión de todos aquellos tesoros, las iniciales cautelas quedaron olvidadas transformandose raudamente en una secuencia de alborozo y entusiasmo. Comenzaron a corretear y a disfrazarse con ropas de señor feudal, portando escudos veteranos de guerras, raidos guantaletes  y pesadas espadas con numerosas muescas testigo de las batallas en las que tomaron parte. Se retaban unos a otros, imaginándose caballeros de alta nobleza, chocando los filos del acero y adoptando posturas esgrimistas. No era la primera vez que practicaban, pues durante las largas tardes del verano entrenaban con espadas de madera bajo los pinos boscosos del estanque.  El teatro de la batalla que interpretaban entre los muebles del salón quedó interrumpido bruscamente cuando Rodrigo en un mal lance perdió la espada yéndose a colisionar frontalmente contra un espejo prendido en una pared lateral de la habitación. Los cinco zagales quedaron en silencio observando el espejo sobre el que se había estampado el arma. Se encontraba intacto, a pesar de que el choque fue descomunal. Se trataba de un espejo plano, cuadrado, de unos cincuenta centímetros de ancho y largo. Alrededor del mismo, un marco pulido en dorado con incrustaciones barrocas que representaban escenas de monstruos marinos, dragones de tres cabezas y rostros humanos deformes y agónicos aprisionaba el cristal. Un halo de luz apenas perceptible y de un tono azulado brillaba sobre la superficie vidriada. Se acercaron lentamente hacia él. Javier, el de más altura, lo asió y lo colocó a la altura de sus rostros. Un escalofrío atravesó el cuerpo de los muchachos erizándoles la piel. El espejo no devolvía ninguna imagen de ellos. Solo un reflejo opaco donde se entreveían las siluetas de los muebles ubicados al fondo del salón. Eran invisibles. Instintivamente comenzaron a tocarse el rostro, y a mirarse unos a otros confusos ante aquel suceso extraordinario al que no encontraban explicación. Al poco tiempo, Alfonso comenzó a golpear con el puño metálico de una daga la superficie vidriada. Cada golpe era repelido por el cristal como si se tratase de goma amartiguadora. Pronto, todos ellos comenzaron a lanzar furiosamente objetos macizos contra el espejo. Ni un solo rasguño. La luna seguía indemne al maltrato sufrido, es más, con cada golpe la superficie parecía brillar con mayor intensidad. Romper el cristal se convirtió en una cuestión de honor. Durante horas hicieron colisionar toda clase de objetos, intentaron rayarlo usando armas y filos cortantes, e incluso lo arrojaron con fuerza contra el suelo, pero nada hizo quebrar el vidrio. Fatigados bajo las sombras de la noche que se cernían sobre un cielo estrellado, retornaron a sus casas. Al día siguiente atraídos por una extraña sensación volvieron al viejo caserón. Nuevamente la emprendieron a golpes contra el espejo, con iguales o incluso peores resultados, pues un rebote de un objeto puntiagudo fue a estrellarse contra el rostro de Diego ocasionándole una herida bajo el ojo derecho. Día tras día, los muchachos se afanaban en la rotura del cristal. Habían olvidado el trabajo, los juegos e incluso los peligros que se cernían sobre la Villa. Como si de robots programados se tratasen, al alba encaminaban sus pasos hacia el viejo caserón, atraídos por una fuerza irresistible e invisible que se había adueñado de sus voluntades, y que únicamente desaparecía con la caída del sol. Es en ese momento, cuando los muchachos recobraban la cordura y juraban y perjuraban que jamás volverían, pero al día siguiente, cuando el sol despuntaba en el horizonte, todos ellos dirigían sus pasos hacia allí como autómatas teledirigidos por una fuerza superior. Y otra vez, al anochecer, la sensación se diluía tan rápido como había llegado y emprendían el camino de vuelta a sus casas. Así, día tras día, noche tras noche, durante tres años. 
            Por fin, durante un atardecer, cuando la sensación invisible comenzaba a abandonarlos, Rodrigo dijo:
-Haremos un juramento de sangre para no volver aquí jamás - los demás asintieron, pues desde hacía tiempo no descartaban ninguna opción por más que la misma se tornara absurda o vana.
De esta forma, asieron una daga y deslizando el acero sobre la tierna piel de las yemas de los dedos se autolesionaron dejando escapar unos hilos de sangre. Juntaron los dedos en el aire, y exclamaron en voz alta:
-Juro que jamás volveré.
Al mismo tiempo que sellaban el compromiso, unas gotas de sangre descendieron súbitamente   hasta impactar contra el cristal, que al contacto del espeso líquido, y con un estridente ruido chirriante, se resquebrajó en cinco partes de iguales y proporcionales dimensiones. A la percepción del crash, al unísono, los cinco muchachos bajaron la cabeza y encontraron las imágenes de sus rostros. Un reflejo extraño. Cada uno de los trozos en que el espejo quedó roto reflejaba la imagen de uno de los chicos. Nada se mezclaba entre uno y otro. Nada se distinguía al fondo. Únicamente sus rostros. Cambiaron de posición, y cada fragmento de cristal continuaba devolviendo la misma imagen. Incluso se retiraron uno metros y allí seguía la imagen como si de una fotografía se tratase. Todos sonrieron, no sabían si aquello era bueno o malo, pero al menos era un cambio. Habían roto el espejo.

            Lucas Rondón apoyó las palmas de las manos sobre el reposabrazos del sillón e impulsándose se levantó hasta ponerse de pie. Sin un minuto que perder enfiló sus pasos hacia la habitación, abrió el armario empotrado y asió una vieja maleta de viaje. La depositó sobre el lecho horizontalmente, descorrió la cremallera y comenzó a introducir cinco pantalones, cinco mudas de ropa interior, cinco camisas y cinco pares de calcetines y calzados deportivos. Sobre el montón de ropa colocó un cofre de piel curtida ornado con anagramas, una lampara de hierro abarquillado, tres velas de cera  y un viejo libro encuadernado con un forro granate de cartón, que escondía unas páginas apergaminadas cosidas a mano con esmero y dedicación.  Tomó el equipaje, descorrió el cerrojo de la puerta y sin mirar atrás salió dando un portazo. Una hora más tarde, Lucas, sentado sobre una incómoda silla de plástico anclada a la pared por unos gruesos tubos metálicos, aguardaba en la sala de espera de la estación Atocha la salida del tren de alta velocidad que lo llevaría a Málaga. Desde allí tomaría un autobús hacia la villa de Anayintana, su lugar de nacimiento.
            Anayintana había sufrido una transformación significtiva desde la última vez que Lucas Rondón la visitó, hacía ya más de sesenta años. En realidad, la villa dominadada por el alto campanario agrietado que presidía la plaza mayor, continuaba abandonada, muriendo lentamente bajo la atenta mirada de unos árboles cipreses que se negaban a fallecer tristemente, pero los alrededores habían cobrado vida, y donde antes había ruinas ahora se erigían cortijos, aperos de labranza y casas de campo encaladas en blanco, ocre y rojo ladrillo.
            Frente a la antigua fábrica de miel, Lucas abrió la maleta, aferró con delicadeza el cofre y lentamente abrió la tapa descubriendo el contorno de una llave antigua de hierro con el grabado de cinco iniciales soldadas a la parte superior. Luego abrió el vetusto libro granate y desplegó la primera página. Se trataba de una especie de mapa, un croquis de habitaciones junto con unas reseñas escritas a mano en una caligrafía infantil. Ojeó los objetos y los volvió a depositar en la maleta.
            Comenzó a caminar por las estrechas y adoquinadas callejuelas del entremado urbano de Anayintana. Las casas desocupadas y en estado de abandono se resistían a morir luciendo en sus fachadas pinturas abstractas, murales conmemorativos e incluso emblemas de partidos políticos. En la plaza principal del pueblo, rodeando lo que en otros tiempos fue un abrevadero, unos tablones apoyados sobre latas de pintura y cubos de plástico dibujaban los contornos de un circuito de bicicletas.
            Lentamente las sombras de la noche se precipitaron sobre la villa. ¡Había llegado el momento! Se encontró frente al negro y amplio portón de  madera de roble, enmarcado entre dos gruesos travesaños que flanqueaban la entrada al viejo casón señorial. Caminó unos pasos e  introdujo la llave en la cerradura girándola fuertemente hacia la derecha, al mismo tiempo que empujaba la hinchada madera de la compuerta. Abrió la maleta de nuevo, cogió la lámpara, y ahuecando la palma de la mano encendió la vela. Al resplandor del halo de luz provocado por el cirio, se manifestó la silueta del imponente salón donde muchos años atrás los cinco muchachos pasaron todos los días de tres largos años. Un sentimiento de congoja le atravesó la espina dorsal causándole un escalofrío que le recorrió todo el sistema nervioso.
            Olía a humedad. El moho se expandía por las paredes en lineas descendentes como si fuesen grafitis pintados que representaran el recorrido de unos rayos que presagiaran una tormenta eléctrica. Lucas decidió no prestar atención al fuerte olor y siguiendo el plano, entró en lo que en otros tiempos sería la cocina de la mansión. A la velocidad que sus viejos huesos le permitian se arrodilló, encorvó la espalda e introdujo la cabeza y parte de su tronco bajo los restos de una pila de lavar. Usando un madero presionó sobre el borde una baldosa y haciendo palanca la levantó descubriendo un agujero. Dentro del hoyo había un paño que quizás fuese blanco, pero que ahora  aparecía sucio y terrenoso. Lo sujetó con cuidado y lo desplegó. El brillo azul de un trozo de cristal que reflejaba el rostro infantil de Alfonso, resplandeció entre las paredes en ruina de la vivienda iluminando la estancia con una luz intensamente cegadora. Guardó el trozo de cristal en la maleta,   tomó el libro y recorrió las páginas hasta descubrir el perfil delineado de un nuevo mapa en cuyo encabezamiento figuraba el nombre de Diego. Ascendió las augustas escaleras curvadas y penetró en el dormitorio principal. Contó cuatro pasos desde la puerta, luego tres más a la izquierda, se arrodilló y levantó con gran esfuerzo una pesada losa de arcilla seca, desvelando un hueco bajo el suelo. Introdujo las manos y extrajo un nuevo trozo de cristal envuelto en un sucio trapo reflejando el rostro de Diego. Media hora despues, tras repetir tres veces la misma operación por las distintas estancias de la Casona, Lucas regresó al salón principal y se posicionó frente a la pared donde encontraron el espejo por primera vez.
            El aullido del viento comenzó a sonar en el exterior. El sonido agudo y cortante producido por el dios Eolo, asemejaba a un grito  lastimero que pide clemencia entre una muchedumbre enfervorecida ávida de muerte y sangre. Lucas Rondón sintió erizársele los vellos de la piel. Durante un momento incluso tuvo la extraña sensación de que unas sombras danzando en círculo a su alrededor se movían al compás del sonido del viento. El ruido provocado en la oscuridad por un gato que se escabullía entre trozos de madera podrida le aceleró el corazón. Intentó serenarse, en vano, su respiración agitada mantenía en alerta todos los sentidos. De repente, el chasquido intermitemente de unos pasos le obligó a girar bruscamente el cuello, pero a su espalda no había nada físico. Los chasquidos continuaban con mayor intensidad conforme se acercaban a su figura, mientras él desesperado blandía en todas las direcciones un trozo de madera a modo de arma defensiva. Varias ratas pasaron velozmente frente a sus pies como si estuvieran dispustando una carrera de atletismo. Permaneció estático sin saber cómo actuar. El viento ululaba con mayor intensidad, mientras los maderos de puertas y ventanas comenzaron a crujir amenzando con deplomarse. Una lluvia de zumbidos provocados por miles de insectos invisibles cortó el aire, y unas voces humanas deformadas se mezclaban con otros ruidos extraños en una algarabía de sonidos terrofícos que inundó la atmosfera. 
            Lucas Rondón intentó evadirse de los espantosos ruidos. Respiró profundamente, abrió la maleta, y con rapidez pero con delicadeza desdobló los trapos sucios y raidos que cubrían los cinco trozos de cristal. De repente, el ambiente enmudeció. Un silencio, casi más aterrador que los siniestros ruidos, bañó la estancia. El viento calló tan súbitamente como había empezado, mientras los cristales, que parecían flotar a varios centimetros del suelo comenzaron a brillar reflejando una gama de colores cromáticos de inigualable belleza. Lentamente, Lucas fue ensartando los vidrios unos con otros como si de un rompecabezas se tratase hasta formar un cuadrado perfecto. Cuando todas las piezas se unieron, el espejo cobró luminosidad, y lo que antes eran reflejos y brillos, como por arte de magía se convirtieron en una luz cegadora de un azul enérgico.
            Paulatinamente la potente luminiscencia fue menguando. En ese momento, Lucas asió una daga, la misma con la que los cinco muchachos hicieron un juramento de sangre, extendió el brazo a una altura de unos cincuenta centimetros del espejo, y de un tajo rápido se cortó las venas dejando caer sobre los trozos de cristal unos hilos de sangre.
            Seguidamente se tumbó en el suelo, aguardando pacientemente que la parca viniera a recibirle.
            Anayintana dormía plácidamente a la luz de un cielo estrellado. La oscuridad se había adueñado de cada calle, plaza y rincón de la aldea. Solo una vivienda tenía luz. De la fachada exterior del casón señorial, a través de la negrura del paisaje emergían por oquedades y vigas de madera podrida, unos halos de luz azul. Sobre el suelo del salón presidencial el cuerpo inerte de un viejo anciano parecía dormitar profundamente. Todo quedó en calma, hasta que una tenue luz rojiza en el horizonte abanderó un amanecer de postal. Pausadamente el cielo comenzó a clarearse abriendose espacio entre las brumas de una noche que se resistían a desaparecer. Un nuevo día había comenzado.
            El salón de la casa señorial, recibía halos de luz solar a través de las mismas oquedades y huecos que  habían servido como escapatoria de la luz azul emanada del espejo. El cadáver de Lucas Rondón había desparecido de la estancia. El espejo extendido sobre el suelo aparecía compacto y sin fisuras. Nada se reflejaba en el mismo salvo la difusa imagen del techo del salón.
            Alrededor de él, los cuerpos desnudos y frágiles de cinco niños de once años dormían acurrucados. Lentamente Rodrigo abrió los ojos. En un principio la claridad de los rayos solares le cegó, pero poco a poco fue vislumbrando las inconfudibles siluetas corporales de sus amigos. Esbozó una sonrisa y comenzó a desperezarse estirando los brazos. Se puso en pie, y comenzó a despertar al resto del grupo.
            Formando un círculo alrededor del espejo, los cinco niños comenzaron a mirarse mostrando una sonrisa triunfal, hasta que Diego comenzó a reir y todos le siguieron en una sinfonía de alegría, carcajadas y gritos de euforia.
            Inmediatamente comenzaron a rebuscar en la maleta de Lucas, repartiéndose las prendas de vestir por tallas y tamaños. Finalmente, lucían un aspecto transgresor, ciñendo unos pantalones vaqueros rotos por las rodillas  y una camiseta de un grupo de música Heavy.
            -Joder Lucas, esto ya ha pasado de moda -bromeó Rodrigo.
            -Si no te hubieses dejado robar, me habría dado más tiempo para buscar algo más apropiado -replicó-. Además, de qué te quejas, la última vez tú trajiste pantalones sucios y camisas interiores de tirantes- comentó entre risas Lucas.
            -Por cierto -continuó diciendo Lucas- os recuerdo que tenemos que comprar también la casa donde antiguamente estaba la forja. Es la última del pueblo que nos queda, y ayer ví que tenía un cartel de "se vende".
            Durante media hora más continuaron poniéndose al día, hasta que finalmente Rodrigo asió una daga de empuñadura metálica, y como ya hicieran por primera vez, hacía ya cuatrocientos años, se hicieron un corte en la yema del dedo índice, los juntaron en el aire y exclamaron:
-Prometo que jamás volveré.
Unos hilos de sangre descendieron hasta colisionar con la superficie vidriada del espejo resquebrajándolo en cinco pedazos.

 ANTONIO MANUEL MARTÍN ACOSTA

aNTONIO

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