"UNA INCURSIÓN EN LA LA REALIDAD" de Juan Carlos Peña Martínez. 2º Accésit XIII Certamen de Relato Corto "Espejos rotos"


            Todos comíamos envueltos en una solemnidad eclesiástica cuando papá llegaba enojado. Luis y yo nos mirábamos con una complicidad encriptada, simulando seriedad, evitando la azotaina. Conocíamos los grados de enfado que afectaban a papá cada día, dependiendo del trabajo acarreado por la jornada. Cuando llegaba arrastrando los pies y murmuraba un “hola” parco, seguido de un suspiro, nos apresurábamos a lavarnos las manos y nos sentábamos a la mesa con celeridad. Entonces tanteábamos las respuestas que mamá hábilmente arrancaba de sus labios mientras servía la cena. Si su humor le llevaba a enlazar más de dos frases seguidas sin maldecir a nadie ni alzar la voz, sabíamos que podíamos comer relajadamente, e incluso regatear con mamá sobre la cantidad de comida a ingerir. Otros días, por el contrario, un portazo auguraba una cena aderezada con voces malhumoradas. Esas noches sabíamos que no debíamos rechistar bajo ningún concepto y comer con la mirada clavada en el plato. Aun así nada nos garantizaba la impunidad. A menudo un juguete olvidado en mitad del pasillo o una maceta rota, restos de un día agitado, desembocaba en una buena tunda. Luis y yo nos enzarzábamos en un fuego cruzado de acusaciones sobre la autoría del destrozo, lo cual no hacía sino empeorar la situación de ambos.

            Papá trabajaba en unos grandes almacenes de textil. Llevaba la contabilidad y a menudo nos brindaba su frase favorita en una especie de reafirmación de la importancia de su empleo: “domina las matemáticas y controlarás el mundo”. Luis y yo admirábamos a nuestro padre. No es que quisiéramos convertirnos en contables ni lucir su rígido bigote, pero su referencia era indispensable para nosotros y afloraba en determinados momentos de forma inconsciente, innata. Así, yo adoptaba esa postura paternal erguida, de seguridad férrea, cuando recitaba la lección ante la mirada de la maestra o Luis maldecía, blandiendo sus brazos amenazante, parafraseando a mi padre cuando se enzarzaba en alguna riña.

            No todo en papá rezumaba seriedad. El domingo era el día escogido para bajar la guardia, para hacer lícito lo prohibido. Ese día ocupábamos el seiscientos con sed de aventuras y papá conducía hasta la playa inundando de risas el trayecto. Nosotros realizábamos todo tipo de trastadas, como reos indultados con un día de libertad. Mamá, a quien respetábamos pero no temíamos, era nuestra única centinela hasta la vuelta al lunes. Siempre y cuando el tiempo daba tregua, caminábamos por el paseo marítimo saboreando la ausencia de obligaciones que nos regalaba el día. Papá y mamá se movían con andar pausado, haciendo paradas en los diversos puestos que salpicaban el paseo, estudiando el material expuesto y saludando a conocidos, mientras que Luis y yo orbitábamos a su alrededor. Tras un tramo mi hermano y yo nos adelantábamos al galope, hasta la parada obligada del mirador, donde desencabalgábamos de los imaginarios caballos. Éramos los primeros en divisar el viejo espigón, un pedregoso brazo que apuntaba al verdoso horizonte. Allí aguardábamos la llegada de nuestros padres junto a la pastelería que adornaba la plaza y endulzaba nuestra vista. Cuando papá sacaba la cartera, los pasteles ya estaban escogidos y su sabor imaginado, hasta habíamos decidido por dónde asestaríamos el primer bocado y qué dejaríamos para el final. Los cuatro nos sentábamos en uno de los bancos del mirador y nos empapábamos de aire ocioso, recobrando fuerzas para la siguiente semana. Remontábamos el camino de vuelta arropados por el silencio, pero éste no era opresor, como el que se sentaba en la mesa cuando papá llegaba malhumorado, sino reconfortante, un silencio que te permite disfrutar de la estela de sensaciones que te deja un día bien aprovechado.

            Con el lunes volvía el colegio, los deberes y la mano omnipotente de mi padre frenando con rectitud nuestras travesuras. El desayuno sabía a rutina y pereza. Mamá agitaba nuestro soñoliento  ritmo y arrastrábamos el paso hasta el colegio sin el menor rastro del brío que nos conducía por el paseo el día anterior. Nuestra visión de mamá era totalmente distinta. Ella engrosaba nuestro mundo y estaba presente a cada palmo, en las tostadas matinales, en el olor a ropa limpia o en la mercromina que teñía nuestras caídas. No valorábamos su cariño porque nunca nos había sido arrebatado, era parte natural de la vida como las nubes o las estrellas. Papá se levantaba temprano y se encontraba ya distante en ese enigma espacio-temporal que representaba su trabajo. Su ausencia diurna alimentaba una aureola de misterio que daba más fuerza a su reaparición en la  cena. El almuerzo, con mi padre aún en el trabajo, era distendido y solía transcurrir entre risas o juegos que mamá apaciguaba sin hacernos temblar como lo hacía la mano correctora de papá. Y de nuevo volvíamos al colegio, ya sin el lastre soñoliento de las mañanas, para completar el horario escolar con dos clases más.

            Pero esa tarde Luis tramaba algo. Conocía su ceño fruncido soportando el peso de una idea osada. El orgullo de mi hermano era bien conocido y le arrastraba a aceptar desafíos a los que la razón rara vez ganaba la batalla. En una ocasión casi lo engulle el mar cuando un chico, tres años mayor que él, le retó a una carrera hasta una boya más allá del espigón. Fue el mismo chico quien le hizo desistir cuando admitió su derrota, en un brusco aleteo de brazos. Cada vez que había una pelea en el patio o en la calle, allí estaba Luis como protagonista de la misma o como un espectador de primera fila. Sus ansias de aventuras se reavivaban ante la fanfarronería de algunos compañeros de clase. Así que cuando Julio 'el mellao' llegó presumiendo de que, tras la consulta al dentista, se había quedado en el parque en lugar de volver a la escuela, Luis le saltó al paso “pues yo soy capaz de faltar esta tarde al cole sin tener que ir al dentista ni ocho cuartos”. El silencio se apoderó del corrillo, enmudeciendo al mismo 'mellao' y Luis obtuvo su momento de gloria. La sentencia se quedó flotando en el aire del patio mientras que Luis caminaba laureado entre miradas de asombro, disimulando el miedo que comenzaba a manar en su estómago. Me contó lo sucedido de vuelta al cole pensando que su plan cristalizaría de forma más sólida si nos excusábamos de forma conjunta ante las maestras o ante nuestros padres. Yo le grité y empujé y le dije que había perdido el norte, pero en su mirada pude vislumbrar el miedo de las consecuencias, la carga de los remordimientos y supe que él no tenía culpa alguna, sino ese estúpido orgullo que en ocasiones le robaba el habla para hablar por él. No podía abandonar a mi hermano, al fin y al cabo éramos compañeros de aventuras. Quizá tuviera opción a la salvación si yo lo acompañaba. Yo no era ningún cobardica, pero me avenía a razones con más facilidad que mi hermano y la prudencia me frenaba antes de tomar decisiones descabelladas. Eso me había granjeado entre los adultos una confianza denegada a Luis tiempo atrás. Abandonamos el camino del colegio y nos dirigimos al parque de las inmediaciones en busca de refugio más que de aventuras. Caminábamos juntos, como fugitivos encadenados, lanzando miradas de soslayo aquí y allá hasta que llegamos al parque y nos parapetamos en el seto que lo bordeaba. Allí nos dirigimos a los columpios en silencio, temiendo ser descubiertos, ocupándolos tímidamente, como si fueran de propiedad ajena y estuviéramos usándolos sin permiso. De repente una amenaza. El jardinero siempre había pasado desapercibido a nuestros juegos cuando frecuentábamos el parque. Pero ahora veíamos su mirada dirigiéndose a nosotros, los únicos intrusos de su territorio, conspirando para dar la voz de alarma, para denunciarnos y llevarnos ante la autoridad. Decidimos buscar lugar más seguro. Desorientados por la culpa, caminamos escudándonos en los coches aparcados a lo largo de la calle, como de trinchera en trinchera. Nos movíamos en una parcela temporal de uso exclusivo para adultos y todos los viandantes se nos antojaban carcelarios dispuestos a apresarnos. Para nuestra suerte, desembocamos en un barrio, desconocido por nosotros, plagado de grandes naves comerciales. Allí los adultos caminaban con un con gesto ausente,  enfrascados en labores comerciales, caras de mirada aturdida como las que esbozábamos en clase de cálculo. Encontramos el territorio perfecto para camuflarnos, el lugar donde pasar desapercibidos. Al igual que los forajidos que emprendían la huida en las películas de los sábados, habíamos llegado a México sin ser interceptados por el sheriff. Seguimos caminando de forma mas pausada, ahuyentando la sospecha. Luis se permitió algunas risas en lo que vaticinaba como un plan perfecto.

            Nos dejamos engullir por una bocacalle para desembocar en un paraje de piedra, hierro y polvo, una extensión de tierra donde se erigían los cimientos de lo que llegaría a ser otra nave comercial. La construcción estaba parada y cercada por una ridícula cuerda. Nadie vigilaba los ladrillos, apilados en cubos perfectos, ni se hacía cargo de la grúa, dinosaurio de metal. Ni tan siquiera los escasos viandantes parecían apreciar lo que a nosotros se nos antojaba un oasis de juego. Luis y yo nos miramos y acto seguido emprendimos la carrera al asalto de un montículo de escombros, tras la enjuta cuerda. Dos palos polvorientos sacudieron nuestra imaginación para convertirse en rifles y nos enzarzamos en un tiroteo a la conquista de la cumbre. Luis, sin balas en la recámara, se alzó con la victoria aprovechando mi tropiezo. De repente, mientras festejaba la coronación del montículo con los brazos en alto, algo le hizo tirarse al suelo y escudarse en una piedra a velocidad felina. La expresión de su cara había mutado a un gesto temeroso. Seguí la dirección que señalaba su dedo y vi el coche de papá. Un escalofrío me atravesó la espina dorsal. No cabía duda, era el seiscientos grisáceo con la pequeña bolladura sobre una de las ruedas traseras. ¿Nos habría estado observando? ¿Nos estaría dejando respirar para asestarnos el golpe de gracia? Me aferré al montículo, deseando convertirme en piedra, con los ojos cerrados, clamando al cielo en silencio. Sentía el miedo oprimiéndome el pecho ante la cercanía de nuestro omnipotente juez. Observamos inmóviles y el tiempo se detuvo, bañándonos en una agónica eternidad. Nos transformamos en parte de aquella obra estancada en el polvo. Luis me chistó y mis ojos rebuscaron automáticamente entre todo el entorno hasta dar con la figura de mi padre. Salía de una nave, al final de la calle.

            Mi corazón bombeó contra el suelo, retumbando en mi cabeza, alertando a mis músculos, rígidos y temblorosos. Papá caminaba tras un hombre bien vestido, del cual sólo apreciábamos en la lejanía su oronda figura y un elegante bastón de puño dorado.

Era difícil reconocer a papá. De no ser por el delator seiscientos, no nos habríamos percatado de su presencia. Caminaba torpemente, libreta en mano, anotando lo que el señor trajeado parecía dictarle. No quedaba rastro alguno de aquel andar erguido y majestuoso que dirigía su paso los domingos por el paseo. Avanzaba encorvado, tratando de acompasar el movimiento de su muñeca con el de las piernas, esforzándose por captar cada palabra que aquel hombre lanzaba al viento, sin  dirigirle la mirada. Se acercaron a nuestra posición, pasando de largo el seiscientos. El enchaquetado detuvo su paso, de carácter militar, y por primera vez se volvió hacia papá. “Aligere el paso señor Gómez, que no tengo todo el día”. La orden, tajante, trepó hasta nuestros oídos estupefactos. Jamás habíamos visto a papá soportar un gesto de desdén o un menosprecio. “Vamos, señor Gómez, abra el maletero y deje las cuentas para luego. Coja esos pedidos.” El señorón apuntaba con el bastón un automóvil, enfatizando la orden. El coche nada tenía que ver con el seiscientos de papá. La carrocería, de un negro impoluto, se correspondía en seriedad y opulencia con el traje que lucía su dueño. A escasos metros de distancia, el seiscientos se nos antojaba ceniciento, de humildad rogativa. Papá se inclinó servicial para sacar unas cajas que hicieron temblar sus piernas. A duras penas consiguió cerrar el maletero mientras su jefe seleccionaba un cigarrillo de la pitillera y lanzaba la primera bocanada de humo. “Señor Navas” clamó alguien desde una nave vecina mientras corría a saludar al humeante mandamás. El señor Navas le tendió la mano y comenzaron una conversación que no alcanzábamos a entender sobre productos de diversa índole. Papá sostenía las cajas a duras penas y trataba de mantener el equilibrio sin dejar de esbozar su  sonrisa, forzada ante el gesto indiferente de los dos comerciantes. Mis músculos se tensaron a la vez que mis fosas nasales agitaban el aire, aleteando con furor. Sentía la espalda de mi padre crujir y sus músculos desgarrarse de dolor. Los tertulianos disfrutaban del tabaco con despreocupación, intercambiando información y extendiéndose en anécdotas que acompañaban con alguna carcajada. Un ruido irrumpió en mitad de la conversación. Las cajas habían caído y mi padre, postrado, intentaba amontonarlas nuevamente. “¡Maldita sea señor Gómez! No le puedo pedir a usted que deje la oficina ni un momento”. Papá se apresuraba a reunir las cajas rápidamente, agachado y sumiso, con brazos temblorosos. No conocíamos a aquel hombre. Papá era un hombre orgulloso y sus palabras siempre nos habían sonado a poderosas sentencias. Pero allí estaba, blandiendo una sonrisa forzada que abría un surco en su cara irreconocible para nosotros, con la rodilla clavada en el suelo en una situación indigna, que jamás habríamos creído de no haberla presenciado con nuestros propios ojos. Miré a Luis. Se mordía el labio inferior con rabia o impotencia y apretaba los puños.

            Vimos a papá perderse de vuelta a la nave, bajo la voz de mando del malhumorado señor Navas, quien lo empujaba con la mirada iracunda. Los dos hombres prosiguieron la charla distendidamente como si aquella humillación a nuestro padre jamás hubiera existido o, peor aún, como si formara parte de lo cotidiano. Se llevaron la conversación al interior de la otra nave.

            Luis y yo abandonamos nuestro escondrijo. No nos miramos, tal vez por miedo a vocalizar lo que habíamos presenciado. Sorteamos los escombros de la obra sin la visión emocionante que suscita el juego. Ahora caminábamos por un mundo real, un mundo donde incluso papá podía ser derrocado de su trono hasta convertirse en un vulgar bufón. Odiaba a aquel gordinflón con el corazón de piedra que acababa de pisotear a papá con sus brillantes mocasines y me odié a mi mismo, por no haber socorrido a papá, pero sobre todo lo odié a él, odié a mi padre. Me sentía traicionado por la falsa dignidad de su trabajo, a la que se refería a menudo cuando nos sermoneaba.     

Deseaba llegar a casa y decirle que conocíamos su verdadera identidad, la de pardillo cabizbajo que se deja vociferar temeroso. Le diría que de nada servía su estúpido cálculo ni todos esos consejos sobre lo mucho que debíamos esforzarnos en el colegio. Pero no podía; nosotros no debíamos estar allí, no teníamos la llave de ese mundo donde él carecía de omnipotencia. Me sentí como un chantajista inútil, incapaz de hacer uso de una información privilegiada.

            “Maldito gordo cabrón”. Luis pronunció la frase con naturalidad, como un pensamiento que afloraba de entre sus reflexiones más profundas. Todos nos sacaban más de un parecido a mi hermano y a mi desde muy corta edad, pero nuestro funcionamiento interior respondía a un engranaje muy diferente. Las ideas que buceaban en mi cabeza emergían con dificultad al exterior y quedaban atrapadas en una red de dientes, mientras que Luis daba voz a sus pensamientos apenas cobraban forma. Luis siguió hablando, “ese gordinflón se cree que puede machacar a papá como si fuera un don nadie”, sus palabras me extrañaron. “Papá necesita trabajar para poder mantenernos”, mi hermano hablaba con madurez, parafraseando a mi madre cuando nos mandaba hablar bajito para que papá pudiese descansar, “ y tiene que aguantar a gilipollas como ése por nosotros”.

            Engullí mi cólera y me sonrojó la vergüenza. Mi hermano había socorrido a mi padre mientras yo divagaba sobre una merecida condena. Había dado la espalda a mi progenitor la única vez que me había necesitado, dudando de su integridad y menospreciando su persona. Deseé no haber estado allí esa tarde ni haber presenciado aquel espectáculo, deseé ahogar en mí todos los pensamientos negativos sobre mi padre, que ahora me estrangulaban en vergüenza. De repente mis piernas emprendieron la carrera, como desbocadas en estampida incontrolada. Los remordimientos me hacían correr, huir de mis infames reflexiones. Oía la llamada de Luis, lejana tras de mí, como un pequeño asteroide que arrastraba mi estela. En mi camino apareció el lujoso coche del señor Navas, imponiendo su insolente opulencia y sólo entonces paré para estampar mi suela en su espejo retrovisor. La estruendosa patada me hizo volver en mí. Observé mi reflejo boquiabierto en los pequeños espejos desperdigados por el asfalto. Entonces Luis tiró de mi y corrimos juntos, emprendiendo la huida, sin volver las cabezas, sin pensar, sin llorar, simplemente corriendo tanto como nuestros cuerpos nos lo permitieran, empleando cada ápice de energía en ello. Mi hermano no soltó mi mano durante los primeros e interminables metros, guiándome con el timón de la cordura que yo había perdido. Ya en casa, me sentí envuelto en esa tranquilidad que precede a un gran huracán, tranquilidad ficticia por su calidad perenne pero real porque me dejaba disfrutar  cada segundo de inmutabilidad.

            Nunca más volvimos a mencionar ese día. El miedo a ser detenidos nos martirizó algún tiempo pero la rutina fue pincelando los días venideros y todo volvió a su cauce natural: las comidas envueltas en aroma de formalidad, los paseos ociosos de los domingos y sobre todo el incuestionable respeto y cariño hacia mi padre. 

JUAN CARLOS PEÑA MARTÍNEZ



 




No hay comentarios:

Publicar un comentario