Todos
comíamos envueltos en una solemnidad eclesiástica cuando papá llegaba enojado.
Luis y yo nos mirábamos con una complicidad encriptada, simulando seriedad,
evitando la azotaina. Conocíamos los grados de enfado que afectaban a papá cada
día, dependiendo del trabajo acarreado por la jornada. Cuando llegaba
arrastrando los pies y murmuraba un “hola” parco, seguido de un suspiro, nos
apresurábamos a lavarnos las manos y nos sentábamos a la mesa con celeridad.
Entonces tanteábamos las respuestas que mamá hábilmente arrancaba de sus labios
mientras servía la cena. Si su humor le llevaba a enlazar más de dos frases
seguidas sin maldecir a nadie ni alzar la voz, sabíamos que podíamos comer
relajadamente, e incluso regatear con mamá sobre la cantidad de comida a
ingerir. Otros días, por el contrario, un portazo auguraba una cena aderezada
con voces malhumoradas. Esas noches sabíamos que no debíamos rechistar bajo
ningún concepto y comer con la mirada clavada en el plato. Aun así nada nos
garantizaba la impunidad. A menudo un juguete olvidado en mitad del pasillo o
una maceta rota, restos de un día agitado, desembocaba en una buena tunda. Luis
y yo nos enzarzábamos en un fuego cruzado de acusaciones sobre la autoría del
destrozo, lo cual no hacía sino empeorar la situación de ambos.
Papá
trabajaba en unos grandes almacenes de textil. Llevaba la contabilidad y a
menudo nos brindaba su frase favorita en una especie de reafirmación de la
importancia de su empleo: “domina las matemáticas y controlarás el mundo”. Luis
y yo admirábamos a nuestro padre. No es que quisiéramos convertirnos en
contables ni lucir su rígido bigote, pero su referencia era indispensable para
nosotros y afloraba en determinados momentos de forma inconsciente, innata.
Así, yo adoptaba esa postura paternal erguida, de seguridad férrea, cuando
recitaba la lección ante la mirada de la maestra o Luis maldecía, blandiendo
sus brazos amenazante, parafraseando a mi padre cuando se enzarzaba en alguna
riña.
No todo en
papá rezumaba seriedad. El domingo era el día escogido para bajar la guardia,
para hacer lícito lo prohibido. Ese día ocupábamos el seiscientos con sed de
aventuras y papá conducía hasta la playa inundando de risas el trayecto.
Nosotros realizábamos todo tipo de trastadas, como reos indultados con un día
de libertad. Mamá, a quien respetábamos pero no temíamos, era nuestra única
centinela hasta la vuelta al lunes. Siempre y cuando el tiempo daba tregua,
caminábamos por el paseo marítimo saboreando la ausencia de obligaciones que
nos regalaba el día. Papá y mamá se movían con andar pausado, haciendo paradas
en los diversos puestos que salpicaban el paseo, estudiando el material
expuesto y saludando a conocidos, mientras que Luis y yo orbitábamos a su
alrededor. Tras un tramo mi hermano y yo nos adelantábamos al galope, hasta la
parada obligada del mirador, donde desencabalgábamos de los imaginarios
caballos. Éramos los primeros en divisar el viejo espigón, un pedregoso brazo
que apuntaba al verdoso horizonte. Allí aguardábamos la llegada de nuestros
padres junto a la pastelería que adornaba la plaza y endulzaba nuestra vista.
Cuando papá sacaba la cartera, los pasteles ya estaban escogidos y su sabor
imaginado, hasta habíamos decidido por dónde asestaríamos el primer bocado y
qué dejaríamos para el final. Los cuatro nos sentábamos en uno de los bancos
del mirador y nos empapábamos de aire ocioso, recobrando fuerzas para la
siguiente semana. Remontábamos el camino de vuelta arropados por el silencio,
pero éste no era opresor, como el que se sentaba en la mesa cuando papá llegaba
malhumorado, sino reconfortante, un silencio que te permite disfrutar de la
estela de sensaciones que te deja un día bien aprovechado.
Con el lunes
volvía el colegio, los deberes y la mano omnipotente de mi padre frenando con
rectitud nuestras travesuras. El desayuno sabía a rutina y pereza. Mamá agitaba
nuestro soñoliento ritmo y arrastrábamos
el paso hasta el colegio sin el menor rastro del brío que nos conducía por el
paseo el día anterior. Nuestra visión de mamá era totalmente distinta. Ella
engrosaba nuestro mundo y estaba presente a cada palmo, en las tostadas
matinales, en el olor a ropa limpia o en la mercromina que teñía nuestras
caídas. No valorábamos su cariño porque nunca nos había sido arrebatado, era
parte natural de la vida como las nubes o las estrellas. Papá se levantaba
temprano y se encontraba ya distante en ese enigma espacio-temporal que
representaba su trabajo. Su ausencia diurna alimentaba una aureola de misterio
que daba más fuerza a su reaparición en la
cena. El almuerzo, con mi padre aún en el trabajo, era distendido y solía
transcurrir entre risas o juegos que mamá apaciguaba sin hacernos temblar como
lo hacía la mano correctora de papá. Y de nuevo volvíamos al colegio, ya sin el
lastre soñoliento de las mañanas, para completar el horario escolar con dos
clases más.
Pero esa
tarde Luis tramaba algo. Conocía su ceño fruncido soportando el peso de una
idea osada. El orgullo de mi hermano era bien conocido y le arrastraba a
aceptar desafíos a los que la razón rara vez ganaba la batalla. En una ocasión
casi lo engulle el mar cuando un chico, tres años mayor que él, le retó a una
carrera hasta una boya más allá del espigón. Fue el mismo chico quien le hizo
desistir cuando admitió su derrota, en un brusco aleteo de brazos. Cada vez que
había una pelea en el patio o en la calle, allí estaba Luis como protagonista
de la misma o como un espectador de primera fila. Sus ansias de aventuras se
reavivaban ante la fanfarronería de algunos compañeros de clase. Así que cuando
Julio 'el mellao' llegó presumiendo de que, tras la consulta al
dentista, se había quedado en el parque en lugar de volver a la escuela, Luis
le saltó al paso “pues yo soy capaz de faltar esta tarde al cole sin tener que
ir al dentista ni ocho cuartos”. El silencio se apoderó del corrillo,
enmudeciendo al mismo 'mellao' y Luis obtuvo su momento de gloria. La sentencia
se quedó flotando en el aire del patio mientras que Luis caminaba laureado
entre miradas de asombro, disimulando el miedo que comenzaba a manar en su
estómago. Me contó lo sucedido de vuelta al cole pensando que su plan
cristalizaría de forma más sólida si nos excusábamos de forma conjunta ante las
maestras o ante nuestros padres. Yo le grité y empujé y le dije que había
perdido el norte, pero en su mirada pude vislumbrar el miedo de las
consecuencias, la carga de los remordimientos y supe que él no tenía culpa
alguna, sino ese estúpido orgullo que en ocasiones le robaba el habla para
hablar por él. No podía abandonar a mi hermano, al fin y al cabo éramos
compañeros de aventuras. Quizá tuviera opción a la salvación si yo lo
acompañaba. Yo no era ningún cobardica, pero me avenía a razones con más
facilidad que mi hermano y la prudencia me frenaba antes de tomar decisiones
descabelladas. Eso me había granjeado entre los adultos una confianza denegada
a Luis tiempo atrás. Abandonamos el camino del colegio y nos dirigimos al
parque de las inmediaciones en busca de refugio más que de aventuras.
Caminábamos juntos, como fugitivos encadenados, lanzando miradas de soslayo
aquí y allá hasta que llegamos al parque y nos parapetamos en el seto que lo
bordeaba. Allí nos dirigimos a los columpios en silencio, temiendo ser
descubiertos, ocupándolos tímidamente, como si fueran de propiedad ajena y
estuviéramos usándolos sin permiso. De repente una amenaza. El jardinero
siempre había pasado desapercibido a nuestros juegos cuando frecuentábamos el
parque. Pero ahora veíamos su mirada dirigiéndose a nosotros, los únicos
intrusos de su territorio, conspirando para dar la voz de alarma, para
denunciarnos y llevarnos ante la autoridad. Decidimos buscar lugar más seguro. Desorientados
por la culpa, caminamos escudándonos en los coches aparcados a lo largo de la
calle, como de trinchera en trinchera. Nos movíamos en una parcela temporal de
uso exclusivo para adultos y todos los viandantes se nos antojaban carcelarios
dispuestos a apresarnos. Para nuestra suerte, desembocamos en un barrio,
desconocido por nosotros, plagado de grandes naves comerciales. Allí los
adultos caminaban con un con gesto ausente,
enfrascados en labores comerciales, caras de mirada aturdida como las
que esbozábamos en clase de cálculo. Encontramos el territorio perfecto para
camuflarnos, el lugar donde pasar desapercibidos. Al igual que los forajidos
que emprendían la huida en las películas de los sábados, habíamos llegado a
México sin ser interceptados por el sheriff. Seguimos caminando de forma mas
pausada, ahuyentando la sospecha. Luis se permitió algunas risas en lo que
vaticinaba como un plan perfecto.
Nos dejamos
engullir por una bocacalle para desembocar en un paraje de piedra, hierro y
polvo, una extensión de tierra donde se erigían los cimientos de lo que
llegaría a ser otra nave comercial. La construcción estaba parada y cercada por
una ridícula cuerda. Nadie vigilaba los ladrillos, apilados en cubos perfectos,
ni se hacía cargo de la grúa, dinosaurio de metal. Ni tan siquiera los escasos
viandantes parecían apreciar lo que a nosotros se nos antojaba un oasis de
juego. Luis y yo nos miramos y acto seguido emprendimos la carrera al asalto de
un montículo de escombros, tras la enjuta cuerda. Dos palos polvorientos
sacudieron nuestra imaginación para convertirse en rifles y nos enzarzamos en
un tiroteo a la conquista de la cumbre. Luis, sin balas en la recámara, se alzó
con la victoria aprovechando mi tropiezo. De repente, mientras festejaba la coronación
del montículo con los brazos en alto, algo le hizo tirarse al suelo y escudarse
en una piedra a velocidad felina. La expresión de su cara había mutado a un
gesto temeroso. Seguí la dirección que señalaba su dedo y vi el coche de papá.
Un escalofrío me atravesó la espina dorsal. No cabía duda, era el seiscientos
grisáceo con la pequeña bolladura sobre una de las ruedas traseras. ¿Nos habría
estado observando? ¿Nos estaría dejando respirar para asestarnos el golpe de
gracia? Me aferré al montículo, deseando convertirme en piedra, con los ojos
cerrados, clamando al cielo en silencio. Sentía el miedo oprimiéndome el pecho
ante la cercanía de nuestro omnipotente juez. Observamos inmóviles y el tiempo
se detuvo, bañándonos en una agónica eternidad. Nos transformamos en parte de
aquella obra estancada en el polvo. Luis me chistó y mis ojos rebuscaron
automáticamente entre todo el entorno hasta dar con la figura de mi padre.
Salía de una nave, al final de la calle.
Mi corazón
bombeó contra el suelo, retumbando en mi cabeza, alertando a mis músculos,
rígidos y temblorosos. Papá caminaba tras un hombre bien vestido, del cual sólo
apreciábamos en la lejanía su oronda figura y un elegante bastón de puño
dorado.
Era difícil reconocer a papá. De no ser por el delator
seiscientos, no nos habríamos percatado de su presencia. Caminaba torpemente,
libreta en mano, anotando lo que el señor trajeado parecía dictarle. No quedaba
rastro alguno de aquel andar erguido y majestuoso que dirigía su paso los
domingos por el paseo. Avanzaba encorvado, tratando de acompasar el movimiento
de su muñeca con el de las piernas, esforzándose por captar cada palabra que
aquel hombre lanzaba al viento, sin
dirigirle la mirada. Se acercaron a nuestra posición, pasando de largo
el seiscientos. El enchaquetado detuvo su paso, de carácter militar, y por
primera vez se volvió hacia papá. “Aligere el paso señor Gómez, que no tengo
todo el día”. La orden, tajante, trepó hasta nuestros oídos estupefactos. Jamás
habíamos visto a papá soportar un gesto de desdén o un menosprecio. “Vamos,
señor Gómez, abra el maletero y deje las cuentas para luego. Coja esos
pedidos.” El señorón apuntaba con el bastón un automóvil, enfatizando la orden.
El coche nada tenía que ver con el seiscientos de papá. La carrocería, de un
negro impoluto, se correspondía en seriedad y opulencia con el traje que lucía
su dueño. A escasos metros de distancia, el seiscientos se nos antojaba
ceniciento, de humildad rogativa. Papá se inclinó servicial para sacar unas
cajas que hicieron temblar sus piernas. A duras penas consiguió cerrar el
maletero mientras su jefe seleccionaba un cigarrillo de la pitillera y lanzaba
la primera bocanada de humo. “Señor Navas” clamó alguien desde una nave vecina
mientras corría a saludar al humeante mandamás. El señor Navas le tendió la
mano y comenzaron una conversación que no alcanzábamos a entender sobre
productos de diversa índole. Papá sostenía las cajas a duras penas y trataba de
mantener el equilibrio sin dejar de esbozar su
sonrisa, forzada ante el gesto indiferente de los dos comerciantes. Mis
músculos se tensaron a la vez que mis fosas nasales agitaban el aire, aleteando
con furor. Sentía la espalda de mi padre crujir y sus músculos desgarrarse de
dolor. Los tertulianos disfrutaban del tabaco con despreocupación,
intercambiando información y extendiéndose en anécdotas que acompañaban con
alguna carcajada. Un ruido irrumpió en mitad de la conversación. Las cajas
habían caído y mi padre, postrado, intentaba amontonarlas nuevamente. “¡Maldita
sea señor Gómez! No le puedo pedir a usted que deje la oficina ni un momento”.
Papá se apresuraba a reunir las cajas rápidamente, agachado y sumiso, con
brazos temblorosos. No conocíamos a aquel hombre. Papá era un hombre orgulloso
y sus palabras siempre nos habían sonado a poderosas sentencias. Pero allí
estaba, blandiendo una sonrisa forzada que abría un surco en su cara
irreconocible para nosotros, con la rodilla clavada en el suelo en una
situación indigna, que jamás habríamos creído de no haberla presenciado con
nuestros propios ojos. Miré a Luis. Se mordía el labio inferior con rabia o
impotencia y apretaba los puños.
Vimos a papá
perderse de vuelta a la nave, bajo la voz de mando del malhumorado señor Navas,
quien lo empujaba con la mirada iracunda. Los dos hombres prosiguieron la
charla distendidamente como si aquella humillación a nuestro padre jamás
hubiera existido o, peor aún, como si formara parte de lo cotidiano. Se
llevaron la conversación al interior de la otra nave.
Luis y yo
abandonamos nuestro escondrijo. No nos miramos, tal vez por miedo a vocalizar
lo que habíamos presenciado. Sorteamos los escombros de la obra sin la visión
emocionante que suscita el juego. Ahora caminábamos por un mundo real, un mundo
donde incluso papá podía ser derrocado de su trono hasta convertirse en un
vulgar bufón. Odiaba a aquel gordinflón con el corazón de piedra que acababa de
pisotear a papá con sus brillantes mocasines y me odié a mi mismo, por no haber
socorrido a papá, pero sobre todo lo odié a él, odié a mi padre. Me sentía
traicionado por la falsa dignidad de su trabajo, a la que se refería a menudo
cuando nos sermoneaba.
Deseaba llegar a casa y decirle que conocíamos su verdadera
identidad, la de pardillo cabizbajo que se deja vociferar temeroso. Le diría que
de nada servía su estúpido cálculo ni todos esos consejos sobre lo mucho que
debíamos esforzarnos en el colegio. Pero no podía; nosotros no debíamos estar
allí, no teníamos la llave de ese mundo donde él carecía de omnipotencia. Me
sentí como un chantajista inútil, incapaz de hacer uso de una información
privilegiada.
“Maldito
gordo cabrón”. Luis pronunció la frase con naturalidad, como un pensamiento que
afloraba de entre sus reflexiones más profundas. Todos nos sacaban más de un
parecido a mi hermano y a mi desde muy corta edad, pero nuestro funcionamiento
interior respondía a un engranaje muy diferente. Las ideas que buceaban en mi
cabeza emergían con dificultad al exterior y quedaban atrapadas en una red de
dientes, mientras que Luis daba voz a sus pensamientos apenas cobraban forma.
Luis siguió hablando, “ese gordinflón se cree que puede machacar a papá como si
fuera un don nadie”, sus palabras me extrañaron. “Papá necesita trabajar para
poder mantenernos”, mi hermano hablaba con madurez, parafraseando a mi madre
cuando nos mandaba hablar bajito para que papá pudiese descansar, “ y tiene que
aguantar a gilipollas como ése por nosotros”.
Engullí mi
cólera y me sonrojó la vergüenza. Mi hermano había socorrido a mi padre
mientras yo divagaba sobre una merecida condena. Había dado la espalda a mi
progenitor la única vez que me había necesitado, dudando de su integridad y
menospreciando su persona. Deseé no haber estado allí esa tarde ni haber
presenciado aquel espectáculo, deseé ahogar en mí todos los pensamientos
negativos sobre mi padre, que ahora me estrangulaban en vergüenza. De repente
mis piernas emprendieron la carrera, como desbocadas en estampida incontrolada.
Los remordimientos me hacían correr, huir de mis infames reflexiones. Oía la
llamada de Luis, lejana tras de mí, como un pequeño asteroide que arrastraba mi
estela. En mi camino apareció el lujoso coche del señor Navas, imponiendo su
insolente opulencia y sólo entonces paré para estampar mi suela en su espejo
retrovisor. La estruendosa patada me hizo volver en mí. Observé mi reflejo
boquiabierto en los pequeños espejos desperdigados por el asfalto. Entonces
Luis tiró de mi y corrimos juntos, emprendiendo la huida, sin volver las
cabezas, sin pensar, sin llorar, simplemente corriendo tanto como nuestros
cuerpos nos lo permitieran, empleando cada ápice de energía en ello. Mi hermano
no soltó mi mano durante los primeros e interminables metros, guiándome con el
timón de la cordura que yo había perdido. Ya en casa, me sentí envuelto en esa
tranquilidad que precede a un gran huracán, tranquilidad ficticia por su
calidad perenne pero real porque me dejaba disfrutar cada segundo de inmutabilidad.
Nunca más
volvimos a mencionar ese día. El miedo a ser detenidos nos martirizó algún
tiempo pero la rutina fue pincelando los días venideros y todo volvió a su
cauce natural: las comidas envueltas en aroma de formalidad, los paseos ociosos
de los domingos y sobre todo el incuestionable respeto y cariño hacia mi
padre.
JUAN CARLOS PEÑA MARTÍNEZ
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