lunes, 31 de mayo de 2021

IMAGEN PARA ESCRIBIR, FOTO 1 Y 2, MAYO

 Escriben: Marcos Marín, Lucía Muñoz, Juanita Viruega, Vicky Fernández, José Guerrero y Paco López



MARCOS MARÍN
Al amanecer, al despertar,
abre María las ventanas
para ver la luz del Sol despuntar
y dar al nuevo día las gracias

Se explaya mirando las golondrinas
y el agudo piar que se oía,
volando por el cielo de las mañanas.
Respira hondo el aire del día.

Empezaba a hacer algo de calor
y tiene que salir a comprar.
Viste liviana ropa de azul celeste, color.
Coge el carro, y sale para bajar.

Se sienta en una mecedora,
al caer la tarde, con sosiego.
Con ganchillo, tapetes labora,
que a la gente regala luego.

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LUCÍA MUÑOZ
AMADORA Y PAUL
           Amadora, a sus ochenta y nueve años, no tenía más distracción que mirar por la ventana de su comedor cada vez que tendía la ropa que ella misma lavaba a mano. 
            Algunas veces, cuando observaba a algún turista, o alguna pareja de jovencitos, su mente, ya un poco nublada por los años, le traían recuerdos de su niñez y juventud, sobre todo, de la época que ella era una jovencita delgada con pelo largo castaño que gustaba de montar en bicicleta y pararse a descansar y ver el atardecer en unos de los soportales entre dos columnas de la calle que daba al precioso puente veccio, por donde discurría a veces tranquilo y otras enloquecido el río Arno. Uno de esos atardeceres se le acercó un joven, alto y delgado, con pelo rubio rizado. Ella al instante se ruborizó.  El joven, que estaba de turismo en Florencia, le preguntó en inglés por un restaurante, donde había oído, que la dueña cantaba Arias mientras servía a los clientes los ricos platos que su marido preparaba. Amadora sonrió al turista inglés, pues resultó que ese restaurante era el de sus padres y la que cantaba Arias era su madre.  Juntos caminaron hasta el restaurante.  Paul, se emocionó de la voz de la madre y se enamoró de la belleza de Amadora. Desde ese día, durante las dos semanas que permaneció Paul en Florencia, una mesa estaba reservada para él. La despedida como todas las despedidas de enamorados fue dura y tristes, se prometieron amor eterno y de cartearse cada día. Paul volvió a Florencia un año después con su diploma de abogado bajo el brazo, y ya nunca más se separaron hasta el día que Paul murió entre sus brazos. Aún rememora Amadora los largos paseos en bicicleta con su Paul, y cómo se detenían a descansar junto a las columnas donde se conocieron, y se besaban y abrazaban, viendo cómo caía la tarde dando un color amarillento y rojizo al río Arno.

Amadora se estremece al sentir la ligera brisa de la mañana que le trae, como un eco a su memoria, una hermosa voz que cantaba:

"Te voglio bene assaje,

Ma tanto tanto bene sai

è una catena ormani,

Che scioglie il sangue dint' 'e' vvene sai. ...."

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JUANITA VIRUEGA

 Alicia estaba asomada a la ventana como si estuviera esperando a alguien y nerviosa porque no llegaba. 

Sentada en una banco, Luisa, una vecina, descansaba de su paseo en bicicleta, antes de subir a su casa. "Parece que no llevas prisa está mañana", le dijo Alicia". Ésta levantó la cabeza y le espetó: "baja, anda y nos tomamos un café".

Su amiga dudó un poco pero al final bajó. Luisa le comentó que le iba ha sentar muy bien intercambiar unas palabras con ella. Empezaron a hablar del tiempo y de cosas banales hasta que Luisa se mostró algo sería. Le explicó que se le había presentador un pequeño problema y temía darle un disgusto a su hijo. Alicia le invitó a que se lo contara. 

"A veces, los amigos pueden echar una mano", insistió Alicia.

Luisa empezó a contárselo, comentando que en realidad era una tontería pero que se lo tomaba todo muy a pecho. Su preocupación era no quedar bien con la gente.

Alicia le escuchó atentamente:"Ya sabes que a mi hijo le gusta mucho el ciclismo, como a tí, y desde que le compramos la bicicleta de carreras, siempre que puede, se va a entrenar por esas cuestas tan peligrosas. Quiere participar en la prueba ciclista en las fiestas del pueblo. Yo me siento preocupada pero al mismo tiempo no quiero quitarle esa ilusión. ¡Qué no haría una madre para su hijo y sobre todo el mío que es tan bueno!

Alicia le reconfortó, diciendo que eso no era importante.

Pero Luisa prosiguió. "El problema es que me llamó Manolita, la de la farmacia, para preguntarme si Eduardo podría ir a cortarle unos leños porque el otoño se nos echaba encima y el frió con él".

Alicia le comentó que conocía mucho a Manolita, que eran buenas amigas desde que se instaló en el pueblo pero tenía un defecto, que era muy tacaña y que seguro que le pagaría con unos cuantos euros, adujo Alicia. 

Luisa le manifestó que no importaba lo que le pagase, eso no le preocupaba. Siempre ha sido una buena amiga y muy atenta con ella. A su hijo le tiene mucha estima.

Alicia no entendía cuál era el problema.

Luisa le informó que tenía que ser el domingo por la tarde y Eduardo estaba pensando en ir a Madrid para ver la llegada de la vuelta ciclista de España.

Le dijo a Manolita que no había problema sin saber los pensamientos de su hijo. No quería ni imaginarse el disgusto que se llevaría su hijo.

Tras la conversación, las dos amigas se fueron cada una a sus quehaceres.

Alicia, en vez de irse a su casa, se dirigió a la farmacia. En la puerta dudó un segundo en entrar pero al fin, accedió al local. Se saludaron y entre y cliente, cómo el que no quiere la cosa, Alicia habló del tiempo tan veraniego que aún disfrutaban, aunque no había que fiarse porque cuando menos lo esperas se tiene el frió encima. "Ya me hago cargo", respondió la farmacéutica. "Precisamente, hace un rato, le he pedido a Luisa que me mande a su hijo el domingo para que me partiera la leña", contestó Manolita. "Es un muchacho la mar de bueno y atentísimo", preciso la misma.

Alicia aprovechó para comentarle que ya se lo había dicho Luisa y que estaba muy disgustada pues decía que era una abusona, que por no querer llamar a un profesional, le pediste que fuese Eduardo para ahorrarte el dinero. Alicia le suplicó que no le dijera nada a Luisa.

El enfado de la farmacéutica fue tremendo, no salía en sí de su asombro. Ni se podía esperar un comportamiento de tal naturaleza de la que tenía por muy amiga.

Nada más salir Alicia con una malévola risita en los labios, Manolita, en un arranque de ira, se fue al teléfono para pedir explicaciones a Luisa. 

Cuando Luisa se lo aclaró todo, Manolita le recitó unas frases que siempre le recordaba su madre:

Cuando dos amigos tienen confianza es porque se demuestran que vale la pena confiar en el otro. Se tiene una opinión totalmente positiva. Y si ésta se rompe por alguna razón, será muy difícil recuperarla. La confianza se gana cuando la persona demuestra lealtad y que busca lo mejor para su amigo.

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VICKY FERNÁNDEZ

         La pequeña ventana de la cocina, protegida por dos persianas verdes de madera, era la única visión que tenía Ana Méndez del mundo, o, mejor dicho, de su mundo. Esa ventana y la pantalla de la televisión constituían las dos únicas fuentes de conocimiento de la realidad que la rodeaba. Tan solo asomaba la cabeza por la ventana para tender o destender la colada, cada cuarto de hora tocaba la ropa para comprobar si ya estaba seca para descolgarla de los cordeles. Para colocar las pinzas de la ropa se concentraba al máximo porque no quería que cayeran a la acera y perder alguna, la misma concentración ponía cuando tenía que retirarlas. Ni se entretenía en mirar a las personas que iban y venían por la calle, nunca le interesó el devenir de los demás.

          Ana había cumplido noventa años y estaba orgullosa de poder realizar todas sus tareas domésticas sin tener que depender de una asistenta por horas, aunque la tenía asignada gratuitamente por los Servicios Sociales del Ayuntamiento. No quería que personas desconocidas le tocaran sus cosas ni que se las cambiaran de sitio ni la trataran o hablaran como si fuera una niña pequeña o estuviera lela. No soportaba que la visitaran sus dos hijas porque solo querían mangonearla, pero Ana les dejaba claro que ella era la dueña y señora de su casa y que no la consideraran una mujer dependiente.

            Vive recluida desde hace cinco años en su piso. Una reclusión voluntaria desde que le atropelló una bicicleta en la acera cuando se dirigía al mercado municipal para hacer la compra. Como consecuencia de esta caída tuvo rotura de cadera y de hombro y estuvo hospitalizada quince días. Ana, a partir de aquel accidente cogió miedo a salir de su casa sola o acompañada y se negó a poner los pies en la calle. Una vez en semana hace un pedido telefónico al supermercado para que le lleven la compra.

            Ana es una de esas mujeres admirables que lucharon y se sacrificaron en los tiempos de escasez en este país, que se olvidó de ella misma para dedicarse en cuerpo y alma a sacar adelante a sus cuatro hijos. Era viuda cuando salió del pueblo huyendo de la miseria y llegó a la capital buscando trabajo; fue camarera, costurera, planchadora, operaria en un almacén de pasas, es imposible numerar toda la relación de ellos. Ahorró para comprase el piso en el que vive y del cual no piensa salir hasta que no la saquen en el ataúd.

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JOSÉ GUERRERO

PRIMAVERA O PERDERSE POR LAS FRAGANCIAS FLORENTINAS

   El mes de las flores era el escenario propicio para que Rosario disparase toda su artillería y dotes planificadoras con no poco desparpajo y sigilo, dirigiendo el protocolo en la parroquia del pueblo con el lema, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa, realizando las diferentes tareas, como la ornamentación del altar de la Virgen con los inmaculados ramos de flores que traían para la novena.

   En todos estos menesteres ella se las prometía muy felices. Todo le iba miel sobre hojuelas. Los días rivalizaban entre sí diluviando alegría en el ambiente, junto con los bruscos cambios climatológicos propios de la impredecible primavera, pintando los más exóticos horizontes crepusculares.

   Nunca pensó Rosario en permanecer en la costumbre, enrolándose en la parafernalia ancestral quedando para vestir santos ni mucho menos, ya que con su talento y ardides echaba por tierra todo eso y más saltándose los controles más estrictos si fuese necesario, y despacio pero sin pausa fue modulando su mundo, priorizando las aficiones y delectaciones más rabiosas, y de esa guisa tras los oficios eclesiales llegó a ser con el paso del tiempo y con todos los honores madre soltera, en una época tan recatada y puritana.

   No se andaba por las ramas a la hora de aliviar tristuras, y se movía con los pies en el suelo conjugando lo divino y lo humano, la mística y la magnesia pergeñando los escarceos de su instinto, como pelar la pava en el parque como cualquier hijo de vecino, sin que se le cayesen los anillos.

   El nudo del relato se fragua en el mes de mayo por múltiples razones, como ocurre en el Romance del prisionero, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando los enamorados van a servir al amor, y vestía Rosario ropa ligera con generoso escote, lo que hacía que brillasen aún más sus encantos.

   Y pasaban por su vida aprisa y corriendo los días, los estados de ánimo, las estaciones y pensares sin saber nunca lo que le aguardaba a la vuelta de la esquina.

   Fue un día gris de negros nubarrones cuando Rosario se sintió de pronto rara, indispuesta, y los dedos se le volvían huéspedes presagiándose lo peor. Y empezó a hervir en su interior lo nunca imaginable, unas extrañas contracciones y preocupantes pálpitos no sabiendo a qué atenerse, llegando a tumbarla la tristeza.

   Ante el cariz tan alarmante que iba tomando su estado físico y psíquico, no acertaba a manejar el timón de su barca, yendo como veleta al son del viento, y en un acto de honda reflexión acudió a la ginecóloga a fin de esclarecer todas sus aflicciones.

   Tras una batería de pruebas de toda índole, al salir a la calle camino de su mansión se desmayó cayendo de bruces en mitad de la acera, desvelándose su misterio a plena luz del día con toda rotundidad, reconociendo con lágrimas en el alma que las hormonas la empujaban a convertirse en varón, sintiéndose culpable, y no podía soportar la presión a la que se veía sometida, así como lo más importante, el no seguir desempeñando el rol de madre.

   Su retoño de dos añitos, la inocente y preciosa criatura a su corta edad no entendía lo que se cocía en derredor, encargándose la abuela materna de su cuidado, la alimentación y la educación.

   Ella tan pronto como pudo cambió de aires. En un súbito vuelo se trasladó a Latinoamérica con intención de rehacer su vida de la mejor manera.     

   Lunático, flemático, ido, evanescente, vil o cuerdo, tales epítetos y muchísimos más sonaban en aquel enrarecido ambiente al hilo de los avatares que acaecían, coincidiendo con los tiempos enmarañados y locos de aquella retadora primavera, como lo rubrica el proverbio, la primavera la sangre altera, ¡y de qué manera a veces!

   Es increíble las sorpresas que da la vida en los vaivenes del vivir. En determinadas coyunturas del fluir del tiempo, los lances e ilusiones pueden llegar a los más insospechados tronos, bien por fallos de la madre natura, bien por necios o caprichosos desvíos de malavenidos procesos en los que el carburante humano pierde el norte y fuelle discurriendo por otros cauces equivocados, o vaya usted a saber el porqué, y se desborda el río de la vida con tal virulencia que arrasa con todo, como el río Chíllar o el de la Toba, no dejando títere con cabeza, no pudiendo Rosario salir airosa de tamaña tropelía sumida en el abismo.

    Los vínculos de unos endemoniados vientos con intrincadas mareas la arrastraban hacia otros horizontes poco fiables, que iban in crescendo en sus sentires.

   Una especie de gusano invisible la mordía y roía en el silencio de la noche, y las pesadillas y angustia se cebaban con ella, y no podía por menos que reconocer el misterioso veneno que la embargaba sufriendo vejaciones o arrebatos dentro del cuerpo al verse convertida en hombre de repente, cuando el bebé que amamantaba con su pecho y leche abrigaba en sus genes las esencias de la madre, y no tenía más remedio que apechugar con ello rompiendo con lo anterior, el trascendental papel de madre.

   El pasado invierno, sin ir más lejos, le había resultado matador al no transcurrir un día sin que no se le atragantase algún hueso duro de roer en las salidas y entradas de su vivienda, o verse envuelta en fraternales enfrentamientos o ásperas controversias con los allegados, recibiendo golpes de todo tipo, sintiendo dolores o un inquietante hormigueo en el pecho que le alarmaba sobremanera en las coyunturas por las que atravesaba, aunque su corazón quisiese alcanzar la luna para su bebé o el mismo sol en un ataque de enajenación mental.

   No disponía Rosario del tiempo preciso para arribar adonde le encantase, y llevar a cabo tal hazaña enterrando lo tóxico y pútrido soslayando la tozuda realidad por mucho que lo postergase.

   Tenía que romper con el pasado forzosamente, con lo que había conformado su cáliz de vida, y buscarse otros amaneceres, nuevos alicientes, una refrescante luz o bosque encantado poblado de verdes pinos y robles donde folgar, expulsando los malos humores que habitaban en su cuerpo, tales como desengaños, incomprensiones o bofetadas promovidas por las aparentes incongruencias que afloraban en los más variados campos, como por ejemplo, en el mundillo de la moda llevar escotes, minifaldas, o en el asunto culinario por mor de los antojos de los suyos por tomar arroz con leche a destiempo algunos días, acarreándole no pocos disgustos, echando mano de milagreros ungüentos o visitas al galeno por los reiterados vómitos acentuados en los días festivos o fines de semana, como si le hubiese tocado el gordo en el sorteo de la vida, a pesar de no haber metido ni un centavo en tan macabro juego de lotería.

   Tal suceso tan sui géneris y privado a nadie interesaba, ni ella quería que llegase a sus oídos, asumiéndolo Rosario con regocijo. No le agradaba en absoluto que anduviese su vida en boca de la gente ni por asomo, lo tenía muy claro.

   A Rosario le hacían muy feliz los viajes, y perderse por el planeta Tierra. La última vez que estuvo en Florencia le acompañó una amiga dispuesta a olvidar las andanzas y correrías de otros tiempos, cuando la visitaron con la ilusión de descubrir un nuevo mundo o el paraíso perdido de la Biblia.

   Más tarde quiso establecerse en la Toscana y crear un nuevo nido llevando una vida placentera, trabajando y estudiando las tradiciones y acervo clásico de aquellos envidiables parajes que le subían al tren de la vida, despertando la curiosidad y el interés por vivir el arte y la historia de la Humanidad.

   Pero ahora no pasaban por su mente tales encantamientos, y lo que le motivaba era ser ella misma, y hacer lo que se le antojase hasta madurar el concepto de ser un hombre, el nuevo enfoque existencial.

   En los tiempos borrascosos que le tocó vivir a Rosario quería sentirse auténtica, pidiendo a los cielos que fuese cuanto antes la operación sexual, y con la ayuda divina llegar a ser un apuesto galán, y echarse luego una novia firense, porque aseguraba Rosario que las nativas de la Toscana llevaban en el alma un sello indeleble que le hacían estremecer, y dibujaba corazones en el aire con la yema de los dedos, convencida de que con su gracejo marcaban de por vida a los visitantes de tan seductores lugares.

   Recordaba Rosario que cuando llegó la primera vez a Florencia lo primero que hizo fue alquilar una bici, o mejor aún, se la encontró en una plaza sin ningún amarre, yendo con la amiga a patear las plazas y rincones más emblemáticos de la ciudad, deteniéndose en los monumentos señeros inhalando sus aromas primaverales, las fragancias de jardines, parterres y coquetas macetas en ventanas y balcones quedando extasiada por momentos, aunque sin caer en el síndrome de Sthendal.

   Ese aire nuevo que refrescaba su rostro le ayudaba a serenarse ante los acerbos advenimientos y pasos tan comprometidos y valientes que debía emprender, al convertirse en un hombre maduro, toda una mujer hecha y derecha como era ella, acostumbrada en el pueblo a rezar el santo rosario en la novena del mes de María, así como en casas de vecinos por el deceso de algún familiar, quedando la gente eternamente agradecida.

   Quizá siguiese Rosario las huellas intelectuales del filósofo griego al pie de la letra, “nosce te ipsum” (conócete a ti mismo), y en ésas andaba buscando unos sólidos pilares y sugestivas estructuras para su flamante edificio humano, su persona, un hombre recién hallado dispuesto a comerse el mundo, a enfrentarse a los tiburones que le rodeaban y a los aviesos vientos que le abordasen navegando por el mar de la vida, yendo con la cabeza bien alta, y a su vez sacrificarse por su vástago, dándole todo el cariño del mundo, corrigiendo a la madre natura que en ocasiones mete la pata sin paliativos, y aportar su granito de arena al buen hacer, dando testimonio con su conducta y lecciones al Sumo Hacedor por aquello de que nos hizo a su imagen y semejanza.

   La primavera borra las estatuas del miedo con su hermosura y aromáticos encantos, decorando las tierras del alma, las campiñas y oteros generando inconmensurables panorámicas y delicados sueños a través del arte, y más aún en Florencia por la majestuosa beldad que destila su corpus artístico configurado por la mano humana, derrochando excelsas joyas con sumo talento en un carrusel de monumentos, así como en el mundo creativo de las letras y la poesía.

   Lo atestiguan con voz recia autores como Boccaccio, Dante o el ardiente Petrarca a través del célebre soneto a su amor, Laura, “Paz no encuentro ni puedo hacer la guerra/, y ardo y soy hielo; y temo y todo aplazo/; y vuelo sobre el cielo y yazgo en tierra/; y nada aprieto y todo el mundo abrazo/. Quien me tiene en prisión, ni abre ni cierra/, ni me retiene ni me suelta el lazo/; y no me mata Amor ni me deshierra/, ni me quiere ni me quita el embarazo/. Veo sin ojos y sin lengua grito/; y pido ayuda y parecer anhelo/; a otros amo y por mí me siento odiado/. Llorando grito y el dolor transito/; muerte y vida me dan igual desvelo/; por vos estoy, Señora, en este estado”.

   Y por tierras hispanas, brilla con luz propia la primavera en poetas como, Antonio Machado, que exclama estupefacto en sus versos, “La primavera ha venido/ y nadie sabe cómo ha sido//… O Juan Ramón Jiménez que, abocado a la melancolía, apunta, “Y yo me iré y se quedarán los pájaros/ cantando/. Y se quedará mi huerto con su verde árbol/, y con su pozo blanco//…

   Ante tanta barahúnda, confusión o perjuicios a terceros cabe preguntarse, ¿quién paga los platos rotos de las aberraciones existenciales en tan convulsa vida? 

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PACO LÓPEZ

        Doña Paula está del todo escandalizada. Nunca imaginó a su nieta Enriqueta levantar la pierna con tanto descaro. Es verdad que los tiempos han cambiado, pero eso sigue siendo una provocación. Seguramente, doña Paula permanecerá tras la ventana observando a su nieta hasta que desaparezca de su vista. Enriqueta en cambio totalmente ajena a que está siendo observada por su abuela lleva sus pensamientos justamente en sentido contrario a los que abruman a su abuela. Ni por lo más remoto se le pasa por la cabeza que su postura, es decir, lo elevado de su pierna pueda llamar la atención de alguien. Se siente cómoda, al menos hasta ahora. Quizás, en algún momento opte por variar el grado de inclinación de la pierna, que sin duda será porque sus músculos empiecen a notar fatiga y su cerebro determine optimizar el confort del organismo que controla. Doña Paula sigue esperando dicho cambio, pero no puede evitar el pensar en sus lumbares, que por los mismos motivos que tendría su nieta para cambiar de postura, la condicionan a mantener la postura forzada que exige su estado de vigilia. Se plantea un reto, una buena ocasión para apostar. ¿Será la abuela la primera en cambiar su actitud, o será la nieta quién cambie antes? Desgraciadamente, el carácter de instantáneas de las fotolucis no nos permiten ir más allá. La vida de las mismas se la damos nosotros, -los contempladores-. Sólo nuestra imaginación tiene la capacidad de resolver esta incógnita. Yo apuesto a que será la nieta en cambiar de postura, y argumento mi convencimiento en que la nieta no está bajo presión, y lo hará inconscientemente, como un acto reflejo de sus músculos. En cambio, que la abuela se retire de la ventana exige un acto de voluntad contra el que su consciente se resiste. 

         Dicen los cronistas del lugar que no hay caso de disputa, ya que, tanto la abuela como la nieta, llevan así desde tiempos de Garibaldi, y así seguirán en tanto la municipalidad no decida cambiar este atractivo turístico por otro más acorde con el gusto de los visitantes de la ciudad.

 

 

 



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