martes, 28 de septiembre de 2010

Texto Tertulia 21 de Septiembre, 2010

18 de septiembre 2010  Londres

BLANCA VUELVE (VIENE) MAÑANA
por: Pilar Barrenechea Vega


Preparó el barreño de teñir la ropa, que en los próximos tres años la familia vestiría para vivir el duelo. Desde que había pasado la última muerte en la familia, el barreño había permanecido cubierto por polvo, colgado de una escarpia en la cuadra. 
En todo ese tiempo se había olvidado por completo del barreño. Hay cosas de las que uno se acuerda, como rezar a Santa Bárbara, solo cuando hay tormenta. Hasta la muerte, inesperada, de Blanca, durante años no había tenido necesidad de echar mano del barreño. La última muerte había sido la desgraciada muerte de su cuñado Leocadio. Su cuñado Leocadio en vida fue un tarambana, una mala cabeza y una mala persona, también. Y Así le fue. Murió salvajemente acuchillado a manos de alguien, a quién, nunca, la guardia civil, logró echar el guante. Desde entonces, y hasta la muerte de Blanca, todos en la familia habían estado  vivos y coleando. Pensó en la muerta y se le hizo un nudo en el estómago. El nudo era tan fuerte, tan intenso, que creyó que el estómago le iba a reventar y matarla. Pensó que la de la guadaña no siempre hilaba fino. Arramplando de un solo tajo certero con Fernanda, una vez más, la muerte había quedado en evidencia y dando, también una vez más, muestra de su insufrible arbitrariedad. Sin ir más lejos. Ahí estaba el abuelo Jacinto. El abuelo Jacinto con sus jodidos noventa y cuatro años. Artrítico, asmático, fumador impenitente  y empedernido. Un mala pipa. Dando por culo de la mañana a la noche, incansable. Sin dar señales de quererse morir. Los que deben, se dijo asolada, abatida, no mueren y los que deben vivir, se van, nos dejan. ¿Hay Dios? Evitó responderse.
El agua que tenía en la olla grande, la misma olla que se usaba para hacer mondongo en la matanza, estaba hirviendo a borbotones. La separó del fuego y  cogiendo la olla por las asas, con sumo cuidado para no escaldarse, la fue vertiendo poco a poco en el barreño que colgaba, sujeto a unas cadenas de hierro, sobre el fuego que había prendido en el centro del patio trasero de la casa. Vertió en el agua los sobre de polvos de tiente negro. Pensó en Blanca. Nada en concreto, pensamientos sueltos, retazos de esto y de lo otro. Por unos instantes cerró los ojos y la vio saliendo de su coño, envuelta en sangre y grasa parduzca.
Bueno, al toro que no es una mona, se dijo, mientras que contenía las ganas de llorar. Fue sacando de la cesta de la ropa por orden las prendas que tenía preparadas, y elegidas para ser teñidas. ! Mira que también la mala hora, morirse en diciembre ¡Porque si se hubiera muerto en verano, o en primavera, no tendría que teñir los abrigos de paño, las chaquetas de lana gruesa, y las de lana fina. Removió el agua del barreño para que el tinte se diluyera uniformemente y de esa manera evitar que se formaran grumos con los polvos de teñir. Preparó dos montoncitos con la ropa que había elegido.
El primero de los montones lo formó con las ropas más grandes, y también las más pesadas. Los abrigos, las chaquetas, los suéteres, los pantalones. El segundo montón con las ropas más livianas. Las blusas, las  camisas, las faldas, los vestidos. Cogió el palo largo de madera que desde siempre se había usado en la casa solo para remover la ropa dentro del barreño de teñir la ropa del luto. No resultaba tarea fácil teñir la ropa. Los paños de los abrigos, las lanas de los suéteres, la pana y las lanillas de los pantalones, una vez mojados, pesaban, dos, y hasta tres veces, su peso en seco y remover las prendas con el palo exigía tener mucha fuerza en los brazos, y ella, para su desgracia, no la tenía. Pese al vientecillo helado que soplaba en el patío, después de un tiempo, poco, de  remover la ropa, haciéndola girar, una y otra vez, las gotas de sudor hicieron su aparición sobre su frente, cubiréndo su cuello y su nuca.
El fuego perdía brío. Soltó el palo y lo avivó echándole más carbón. Alzó con el palo de madera una prenda para ver si el tiente la había cubierto por completo y cambiado de color. Lo repitió con cada una de las prendas restantes. Algunas de las prendas habían agarrado muy bien el tiente. Estaban perfectamente teñidas. Otras prendas por el contrario, se resistían a perder su color original. Sacó las prendas teñidas. Las demás prendas continuaron en el barreño.
Se sentó un una silla baja, de enea, y dejó la mente vacía, en blanco. No quería pensar en nada. Ni bueno ni malo, en nada. Mantenía los ojos clavados en la ropa que hervía dentro del barreño y que ella Oyó detrás de ella la voz de Carmencita, la amiga de Blanca, que  preguntaba por su hija. No, no, no está Blanca, respondió con un tono de voz neutro, impersonal. Blanca vuelve mañana, le dijo a Carmencita sin mirarla girar su cabeza para mirar a la niña. Sus ojos seguían fijos en el agua negra del barreño. Con desgana, y sin ponerle ningún interés, con el palo de madera, removía sin dejar de hacerlo, las prendas. De vez en cuando las alzaba al aire para nuevamente dejarlas caer sobre el agua que hervía a borbotones.

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