martes, 28 de septiembre de 2010

Texto Tertulia 21 de Septiembre, 2010

BLANCA VUELVE (viene) MAÑANA
Por: LUCIA MUÑOZ ARRABAL

Vicente abrió el cajón de la cómoda y de pronto surgió aquel olor. El olor a Blanca. Nardos. Diciembre del  68 en el Balcón de Europa, domingo. Habían salido de oír misa de a ocho de la mañana.  Así, bendecidos  por el párroco salieron los dos,  recién casados. Ella vestida de negro por la muerte de su madre hacía dos años.  Como único adorno llevaba una barita de nardos que ella  sostenía temblorosa  en la mano con esa inocencia, esa sonrisa tímida y virginal, y aquellos ojos enrojecidos por el recuerdo de la madre que se fue y que desde el cielo estaría orgullosa viéndola a ella del brazo de su flamante marido.
El llevaba su mejor traje negro de los domingos. En la solapa asomaban curiosos los picos de un pañuelo blanco, tan blanco con la varita de nardos, como la piel de Blanca.
No hubo fiesta. Dos años eran pocos y había que guardar aún el luto. Tan sólo un carajillo para los hombres y chocolate para las mujeres, acompañado con  roscos de vino.
A Blanca se le puso el bigotillo marrón del chocolate y se pasó la lengua varias veces limpiárselo, ese simple gesto excitó a Vicente y le hizo pensar en las glorias que le esperaban aquella  noche.
Vicente ha sacado de la cómoda  un juego de sábanas  blancas en cuyo embozo estaban  bordadas las iniciales de ellos dos en hilo dorado. Blanca las había confeccionado al igual que todas las demás sábanas, toallas y ropa de cama.
Blanca y sus manos. Pequeñas,  de dedos finos y sedosos. La mano de Blanca acariciando su cuello, sus hombros, su pecho…
La noche de bodas no sucedió nada. Ella estaba indispuesta. Cosa de los nervios. El la comprendió perfectamente pues a pesar de las ganas que tenía de poseerla, tenía un temor enfermizo a hacerle daño, a no cumplir como se debiera, a no saber cómo acariciarla.  Durmieron pegaditos abrigándose del frío, perfumados por la varita de nardos dispuesta en una botellita de cristal azul oscuro sobre la mesilla de noche del dormitorio.
Vicente ha extendido las sábanas sobre el colchón desnudo. Es la primera vez que hace la cama. Blanca nunca le habría dejado hacerla estando ella presente.
Se despertaron al primer canto del gallo. Tenían un corral con pollos y gallinas. Varios conejos, un cerdo y un pavo que dentro de varias semanas sería sacrificado para festejar la Navidad. Se miraron a los ojos y sonrieron.
El la besó en la nariz, en los ojos, en las mejillas y finalmente en los labios. Blanca y sus labios. Esos labios grandes y  carnosos, tan rojos que no necesitaba pintárselos. Primero fueron besos de labios cerrados y luego con la emoción las bocas se abrieron primero tímidamente y luego dejaron traspasar las lenguas. La lengua de Blanca lamiendo el bigotillo lleno de chocolate.
Vicente  dobla con mucho cuidado el embozo y pasa la plancha de hierro caliente por él. Ella lo querría así, bien estirado y planchado. Ahora retoca los anillos entrelazados. Los acaricia con mimo.
Se estaban haciendo cosquillas y reían a carcajadas. La risa de Blanca. Una risa escandalosa, fresca y voluptuosa. La risa hizo su efecto. Desarmar la timidez, los miedos y los nervios. Después vino el milagro. El de los sentidos de la piel contra la otra piel, de los vellos de punta de la emoción, de las mariposas en el estómago y del gemido ahogado en la garganta.
Vicente después de mullir  bien la almohada, la ha colocado sobre la cama, le pasa la palma de la mano… Los cabellos de Blanca. Largos, negros, brillantes y aterciopelados. Los dedos de Vicente jugando con los cabellos de Blanca. Se pasaba las puntas por la nariz para aspirar aquel aroma a Nardos.  Al mes de casados le regaló el primer frasquito de colonia y de champú lo más parecido a nardos, según le dijo la dependienta de la mercería. Blanca y su pelo negro  largo hasta que  diez años después de la boda, se hizo un buen día una trenza muy larga con lazos rosas y blancos entrelazados, y su hermana se la cortó. La envolvieron en papel de seda.  
Aquella fue la primera señal. Blanca estaba embarazada. Fueron al Marisal a celebrarlo. Habían pasado diez años. Diez largos años de espera, de suspiros, de lamentos, de médicos, de curanderas y de rezos, promesas y velas a todos los santos habidos y por haber. Pero finalmente sucedió el segundo milagro en sus vidas. La barriga embarazada de Blanca. La piel tensa a punto de estallar, las venas señaladas, la carreterita de pelusillas de vellos negros desde ombligo hasta el nacimiento del pubis. Allí donde la varita de Nardos exhalaba todo su aroma.
Vicente ha puesto sobre la almohada el cojín favorito de Blanca. El que le  hizo la  madre de ella para el ajuar.  Uno de croché blanco con funda rosa.
El cojín de Blanca. Al niño, porque fue niño le pusieron  Jacinto. El nombre del abuelo paterno. A los cuarenta días lo vistieron con el traje de acristianar del padre y le hicieron una fotografía sobre el cojín de Blanca. Parecía un niño Jesús son rosadito,  rechoncho y llorón. Porque el niño fue llorón hasta que cumplió el año.  Dijo Papá, mamá y agua, todo a la misma vez, el mismo día y se acabaron los llantos.
Vicente ha puesto la botellita de cristal azul sobre la mesilla de noche. Le ha introducido una varita de nardos.
Abre el cajón de la mesilla y saca unas cajas de pastillas. Blanca y las pastillas. De todos los colores y tamaños. Se hizo a ellas por el peor de los dolores. Por la pérdida del hijo. Un accidente mortal.  Treinta años tenía el hijo. Una flor, una vara de nardos quemada por un rayo. Un mal rayo en mitad del campo.
Dos años hace ya y nunca se recuperó. El tampoco…  Pero lo lleva a su manera, a la de los hombres rudos. A la del sufrimiento por dentro, al de la úlcera de estómago y la angina de pecho, todo  en los dos años.
Blanca una madrugada, en mitad de un sueño, se levantó, abrió el cajón de la mesilla, agarró una caja de pastillas, las de las letras naranjas y se encerró en el cuarto de baño. Una tras otra, una tras otra, hasta vaciar la cajita.
A Vicente le dio frío al no sentir la piel de Blanca a su lado en la cama. Se despertó, encendió la lamparilla, llamó a Blanca. No contestaba. Se levantó, fue al cuarto de baño pues por debajo de la puerta se veía la luz encendida.
Pegó y llamó, pegó y llamó y finalmente de una patada abrió la puerta. Blanca dentro de la bañera blanca  con la foto de su hijo entre  sus manos, varas de nardos muertas pegadas a los pechos  inertes.
Vicente echa una ojeada al dormitorio. Está  satisfecho porque ella también lo estaría.
En el salón Vicente lee trabajosamente un número de teléfono anotado en un papel verde manzana y teclea el número en el teléfono fijo.
Espera impaciente varios toques hasta que al otro lado surge la voz de un hombre. Lo recuerda bien Vicente. Bajito, regordete, manos gordas, calvo, de mejillas enrojecidas y con la ronquera típica de los fumadores empedernidos que ya han tenido varias bronquitos y pulmonías. Le ha dicho que vaya mañana a partir de las nueve.
Allí estará Vicente, como un clavo a las nueve en punto en la puerta de la funeraria para recoger las cenizas.   Cuelga el teléfono.  Se dirige a la chimenea y se detiene frente a  un portarretrato con la fotografía de su mujer sonriente, joven y orgullosa con el niño Vicente, ya hecho un hombre en su jura de Bandera cuando hizo el servicio Militar.
Vicente pasa el dedo índice sobre el cristal. Tiene polvo. Blanca no lo aprobaría, ella siempre lo ha tenido todo reluciente, como los chorros del oro, decían siempre las vecinas cuando venían a visitarla.
El saca un pañuelo del bolsillo y limpia el cristal.
“Si”, se dice, ya está todo listo para que Blanca vuelva mañana.

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