domingo, 31 de enero de 2021

IMAGEN PARA ESCRIBIR, ENERO, FOTO 2

Escriben sobre esta fotografía:  José Guerrero, Lucía Muñoz, Vicky Fernández y Antonio Vera y Haydée Acosta.

José Guerrero

                                                    ENTRE NUBES

   En los caminos de la vida, Augusto no estaba en las nubes, sino a ras de tierra muy atento a los aconteceres vitales, defendiéndose en las aguas turbias como gato panza arriba. Cuando peligraba el entendimiento entre los habitantes de la comarca por algún litigio lindero de bancales o ancestrales roturas del terreno, ponía toda la carne en el asador como mediador, y con no poca facundia y dándole las vueltas precisas a las espinosas situaciones dialogando zanjaba las desavenencias, procurando que no llegase la sangre al río.

   Cuando se tensaba demasiado la cuerda lo cegaba todo, y se convertían las criaturas en auténticos tigres de la selva emulando a Caín, acaeciendo lo peor.

   Hubo no pocos casos luctuosos a lo largo de la historia, tal vez más de lo que se piensa, dado que en ocasiones las fechorías las tenían al alcance de la mano, tan fácil como coger la escopeta que dormía en la cámara de la casa (que tan buenas piezas se había cobrado en cacerías) y bastaba con apretar el gatillo.

   Brillaban con luz propia las buenas artes de Augusto como moderador en las intrincadas querellas entre vecinos evitando trágicos desenlaces, no obstante, cuánto se echaba de menos en algunas situaciones sus puntuales y balsámicas intervenciones.

   No es de recibo que por un quítame allá unas pajas o piedras como mojones a la vera de un camino o esquina de parcela, asome caprichosamente la muerte para ajustar cuentas por aquellos pagos tan relajantes y fructíferos a lo largo de los lustros.

   Normalmente los negros nubarrones en la borrasca los solventaba Augusto de la mejor manera, poniendo los puntos sobre las -íes con magistrales decisiones que tomaba sobre la marcha.

   En cambio, en otros escenarios y circunstancias de la vida los sucesos presentaban otro color, eran más halagüeños, llegando finalmente a darse la mano.

   Uno de los eventos en los que todo le salió a pedir de boca a Augusto fue en la despedida de soltero, que marcó un hito en el municipio rompiendo moldes, hasta el punto de no poder imaginar nadie los extraordinarios preparativos que llevaría a cabo como antesala del casamiento, sorprendiendo a propios y extraños.

   Al poco llegó el día de la boda. Aquello fue lo nunca visto, como el día grande de la patrona del pueblo con toda clase de atracciones, juegos, serpentinas, globos de colores, puestos de dulces, fuegos artificiales y banda de música, y como colofón contrató a unos payasos que hicieron la delicia de los más pequeños, y lo hizo con el fin de que guardasen en su memoria la efeméride de la boda, cuando Augusto derretido por el cariño de la novia dio el sí quiero, pasando de célibe a la vida de casado.

   De todos los divertimentos y actos ofrecidos en el convite, quizá fueron los columpios lo que más hondo caló en el alma de los chiquillos, acaso por las fervientes ansias de los humanos por volar como las aves.   

   No cabe duda de que lo pasaron en grande tanto jóvenes como mayores, pese a las reservas de la gente mayor para zambullirse en las aguas de los jolgorios y algarabías de la bulliciosa juventud.

   Tras la despedida de soltero y las sagradas bendiciones al uso, aunque no comulgaba apenas con tales formularios, emprendió el viaje de luna de miel con Rosa al Caribe volando entre nubes, enfrentándose en las alturas a unas escenas dantescas, incontrolables para su conocimiento apegado como estaba a la tierra firme, yendo con el animal tirando del ronzal o a lomos de su envergadura, y no resultando el vuelo tan romántico como lo había soñado por mor de la incertidumbre e incomodidades a causa del cúmulo de turbulencias durante el vuelo.

   No hay que olvidar que Augusto era hombre de tierra dentro, habituado a desplazarse por el terruño pateando caminos de la comarca y poco más, que ninguna falta le hacía, saludando sobre la marcha a chicos y grandes en olor de multitudes.

   Y mira por donde se le troncharon de la noche a la mañana los arraigados pilares de su modus vivendi con el planeado viaje de novios, familiarizado como estaba con aquellos vericuetos transitando por verdes caminos, siendo para él un paseo por la vida, un baño en la fragancia del campo, saliendo de la cueva o casa donde residía, sonriéndole todo cuanto encontraba a su paso, incluso las flores del campo le rendían pleitesía quizá por una mutua empatía.

   Daba alegría ver cruzar a Augusto montado en la acémila, cuando el campo sacaba pecho exhibiendo el esplendor de la cosecha y se vendían a buen precio los productos, permitiéndole ponerse al corriente con los deudores, que le asfixiaban sin descanso.

   En ciertas épocas del año ganaba un dinerillo con el estraperlo si bien a minúscula escala, llevando unos pellejos u odres de aceite de oliva a la costa con la bestia, pudiendo darse con un canto en los dientes porque, aunque fuese reducida la ganancia con la venta en churrerías y bares en época de alto consumo, al menos era una grata ayuda que le venía como agua de mayo.

   Gracias a tales arrimos y unos cuantos saquillos de almendra de los secanos junto con la aceitunilla de rebusca por desfiladeros y balates podía el hombre ir tirando y criando a la prole, así como a gallinas, cochinos, cabrillas y algún conejo.

   Como no es orégano todo el monte resultaba que había años de malas hechuras en que los frutos escaseaban, aunque subiesen los precios, y no sacaba ni para hacer pan de higo, cazuela mohína o la rica matanza con morcilla, chicharrones, lomo de orza y longaniza, debiendo apretarse el cinturón, porque las circunstancias mandaban.

   Para sobrellevar el temporal económico había que acudir a las gabelas, echándose en brazos del usurero de turno, toda vez que antes de nada hay que comer, y los tiempos no daban para otra cosa.

   Un día compró Augusto un décimo de lotería, y tuvo toda la suerte del mundo pillando un buen pellizco, que le vino como caído del cielo, permitiéndole tapar algunos agujeros.

   Y en ésas andaba Augusto en tales fechas con la resaca de la lotería, disfrutando de los apetitosos bocados de los días felices, y saboreando los navideños mantecados y almendraíllos con pasas. En un alto en el camino le asaltó un pensamiento del futuro, si con el paso del tiempo los hijos quieren o no a los padres cuando ya son una carga, y si les prestan la atención debida al hacerse mayores, como una obligación filial y rutinaria dentro de la familia, y se quedó pensando mirando al horizonte…

   Y el viaje seguía su curso. El vuelo del avión llegó felizmente a las aguas del Caribe, donde había reservado un hotel de moda, y estando en plena luna de miel con Rosa la felicidad le chorreaba por los cuatro costados, siendo lo que más ansiaba Augusto, so pena de que se le cruzasen los cables a la naturaleza y ocurriese algún seísmo (como en Granada) o venganza súbita que enturbiase las claras aguas del viaje.

   En la estancia caribeña llevaba a cabo múltiples visitas a centros culturales y paseos por la ciudad. Y un día fue de excursión en un ferry a explorar aquellos parajes, y contemplar las envidiables aguas azules, arboledas y sensuales panorámicas del entorno, extasiándose ante tan hermoso espacio cósmico.

   Mas una noche ocurrió de pronto algo no esperado, surgió de repente un horrible tornado echando pólvora incendiaria y por alto toda la calma chicha reinante, saliendo la gente corriendo despavorida a la calle con algunas pertenencias, al ver que el edificio se desmoronaba como un castillo de naipes, y cuál no sería su estupor al contemplarlo sin poder hacer nada por su parte, y se interrogaría Augusto farfullando entre dientes si en tan críticos momentos le permitirían los nervios tener la serenidad para llevar a cabo el restablecimiento de la cordura y sensatez requerida en tales casos de caos, como solía hacer con los exaltados labriegos en su municipio.

   Aquel escenario parecía el fin del mundo, la playa quedó sembrada de las pertenencias de los turistas, zapatos, toallas, albornoces y ropa de toda clase nadando como pececillos muertos, siendo arrastrados de un lado para otro, de una negra roca a la otra por la furia del oleaje, que no respetaba a nadie, ni siquiera la luna de miel de Augusto con su acariciado y entrañable ceremonial.

   Y a la sazón de los acaecimientos vitales viene al caso el adagio: ¡qué poco dura la alegría en la casa del pobre!  

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Lucía Muñoz

Por la ventanilla del avión las nubes se le antojaban dragones o gigantes de algodón, y rememoró sus años de niñez y aquel huerto de la casa de sus padres donde gustaba de tumbarse sobre la tierra a ver pasar las nubes. En aquellos años deseaba tocar las nubes, tener una escalera mecánica y poder subir a ellas, para saltar de una a otra, pues se las antojaba que eran de algodón o de goma espuma.

Para Lola, este era su primer vuelo en avión. Sus primeras vacaciones ganadas con su suelo de bibliotecaria. En dos horas estaría en Florencia, admirando esculturas, galerías de cuadros, puentes y miles de cosas maravillosas. El avión de vez en cuando atravesaba una nube y aquel deseo de saltar de una a otra se le vino abajo como un castillo de naipes. Algunas gotas de agua nacieron en la ventanilla y fueron atravesándola de izquierda a derecha. Lola echó su aliento en el grueso cristal y con el dedo índice dibujó un corazón. Pensó en Roberto, su compañero en la biblioteca, se había enamorado perdidamente de él, pero estaba casado y ella no se iba a entremeter en un matrimonio, ni pensarlo, ella no era una rompe familias, como su amiga Fernanda. Con lo que la había criticado, ahora no iba ella a hacerlo. Esos pensamientos la hicieron borran de un manotazo el corazón dibujado en el cristal y removerse intranquila en su asiento. De pronto le pareció el avión pequeño y los asientos enanos, apenas podía moverse. A su lado había un hombre corpulento y delante uno de unos dos metros que había reclinado su asiento al máximo. Cerró los ojos y respiró profundamente tres veces. Para convencerse así misma empezó a repetirse en su mente:  Lola, piensa lo bien que lo vas a pasar en cuando llegues a Florencia, los Italianos guapos que vas a conocer, y puede que hasta ligues con alguno…

Por megafonía el comandante saludó y deseó buen viaje, dijo que en Florencia hacía un día soleado y había 21 grados. Las azafatas sacaron sus carritos para ofrecer un café, infusión, refresco, bocadillo, pizza calentada en el microondas … todo a precio prohibitivo, pensó Lola. Por eso se había preparado en casa un buen bocata de tortilla de patatas y comprado en el aeropuerto un botellín de agua que le costó lo que una de diez litros, menudos ladrones los de los aeropuertos, pensó Lola, dando el primer mordisco al pan con tortilla, que le supo a gloria mirando por la ventanilla pasar las nubes y soñando con los guapos Italianos, el David de Miguel Angel, y en los restaurantes con mesas pequeñitas con aromas de tomate, albahaca fresca y Mozzarella.

Después del almuerzo, echó una siestecita y ya no despertó hasta que sintió como algo le zarandeaba. Abrió los ojos sobresaltada y se recuperó escuchando al capitán por megafonía advirtiendo de que estaban pasando por una zona de turbulencias, y se disculpaba en cuatro idiomas.

Volvió a mirar por la ventanilla del avión y las nubes, espesas, gruesas, blancas y algodonadas la volvieron a meter en un sopor del que no despertó hasta que el avión llegó a su destino. 

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Vicky Fernández

  EL ALERÓN

            ¡Qué mala suerte he tenido en este viaje! Me han colocado un asiento al lado del alerón derecho y no podré disfrutar de las impresionantes vistas que se divisan a miles de kilómetros de altitud. Si el avión llevara menos pasajeros me podría cambiar de asiento por un tiempo, ya he visto que es imposible porque va a tope. Así que, me quedaré sin ver bien los paisajes a escala diminuta; las ciudades, los pueblos, el océano, las montañas que en este tiempo se cubren de nieve y los valles atravesados por los serpenteantes ríos.

            ¡Qué fastidio! Tampoco podré contemplar el atardecer y los cambios de luz. Solo veré nubes y más nubes blancas. En un viaje intercontinental que durará diez horas llega un momento que estás hasta el gorro de nubecitas algodonosas por muy bucólicas que sean. Yo pensaba echar un montón de fotos y hacerme varios selfis para subirlas en mis redes sociales y presumir un poco, pero solo puedo sacar este dichoso alerón.

            Voy a dejar de pensar tan negativamente y seré positiva. A ver, sí. Los asientos próximos al alerón tienen una puerta de salida de emergencia cerca. En una probable evacuación de emergencia puedo salir de las primeras. ¡Ay! ¡Dios no quiera que tengamos un aterrizaje forzoso! Ya he vuelto a la negatividad.

            Bueno, me colocaré mis auriculares y escucharé música hasta que me duerma. ¡Qué aburrimiento de viaje!

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  Antonio Vera

LAS  ALAS

Las Alas... Volar...

como pájaros humanos

en el cielo virginal.

Las Alas...Volar...

el gran sueño de Leonardo,

de su mente sin igual.

Las Alas...Volar...

por encima de las nubes,

muy por encima del mal.

Las Alas...Volar...

escapar de las miserias

con Alas de Libertad.

Las Alas...Volar...

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Haydée Acosta

LAS  NUBES

Nunca el cielo había estado tan cerca, como aquella vez que el avión volaba entre las nubes trayendo a mis sentidos la sensación de atravesar desiertos neblinosos que se alternaban por momentos con llanuras azules, creando en mi interior una emoción desconocida, casi infantil; parecida a la que me provocaba descubrir formas en las compactas nubes cuando las observaba recostada sobre el césped de un jardín o acodada sobre la barandilla de algún balcón. Las nubes, admiradas por mí desde mis primeros dibujos colegiales, incansables viajeras ligadas siempre a la libertad de los trazos y la imaginación. Mirar al cielo y perseguir nubes era para mí como volar  hacia la libertad.

Ahora, en su contacto más íntimo y cercano, acababan de transformarse en mis compañeras de viaje.

 


         

         

 

 

 

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