domingo, 31 de enero de 2021

IMAGEN PARA ESCRIBIR, ENERO, FOTO 2

Escriben sobre esta fotografía:  José Guerrero, Lucía Muñoz, Vicky Fernández y Antonio Vera y Haydée Acosta.

José Guerrero

                                                    ENTRE NUBES

   En los caminos de la vida, Augusto no estaba en las nubes, sino a ras de tierra muy atento a los aconteceres vitales, defendiéndose en las aguas turbias como gato panza arriba. Cuando peligraba el entendimiento entre los habitantes de la comarca por algún litigio lindero de bancales o ancestrales roturas del terreno, ponía toda la carne en el asador como mediador, y con no poca facundia y dándole las vueltas precisas a las espinosas situaciones dialogando zanjaba las desavenencias, procurando que no llegase la sangre al río.

   Cuando se tensaba demasiado la cuerda lo cegaba todo, y se convertían las criaturas en auténticos tigres de la selva emulando a Caín, acaeciendo lo peor.

   Hubo no pocos casos luctuosos a lo largo de la historia, tal vez más de lo que se piensa, dado que en ocasiones las fechorías las tenían al alcance de la mano, tan fácil como coger la escopeta que dormía en la cámara de la casa (que tan buenas piezas se había cobrado en cacerías) y bastaba con apretar el gatillo.

   Brillaban con luz propia las buenas artes de Augusto como moderador en las intrincadas querellas entre vecinos evitando trágicos desenlaces, no obstante, cuánto se echaba de menos en algunas situaciones sus puntuales y balsámicas intervenciones.

   No es de recibo que por un quítame allá unas pajas o piedras como mojones a la vera de un camino o esquina de parcela, asome caprichosamente la muerte para ajustar cuentas por aquellos pagos tan relajantes y fructíferos a lo largo de los lustros.

   Normalmente los negros nubarrones en la borrasca los solventaba Augusto de la mejor manera, poniendo los puntos sobre las -íes con magistrales decisiones que tomaba sobre la marcha.

   En cambio, en otros escenarios y circunstancias de la vida los sucesos presentaban otro color, eran más halagüeños, llegando finalmente a darse la mano.

   Uno de los eventos en los que todo le salió a pedir de boca a Augusto fue en la despedida de soltero, que marcó un hito en el municipio rompiendo moldes, hasta el punto de no poder imaginar nadie los extraordinarios preparativos que llevaría a cabo como antesala del casamiento, sorprendiendo a propios y extraños.

   Al poco llegó el día de la boda. Aquello fue lo nunca visto, como el día grande de la patrona del pueblo con toda clase de atracciones, juegos, serpentinas, globos de colores, puestos de dulces, fuegos artificiales y banda de música, y como colofón contrató a unos payasos que hicieron la delicia de los más pequeños, y lo hizo con el fin de que guardasen en su memoria la efeméride de la boda, cuando Augusto derretido por el cariño de la novia dio el sí quiero, pasando de célibe a la vida de casado.

   De todos los divertimentos y actos ofrecidos en el convite, quizá fueron los columpios lo que más hondo caló en el alma de los chiquillos, acaso por las fervientes ansias de los humanos por volar como las aves.   

   No cabe duda de que lo pasaron en grande tanto jóvenes como mayores, pese a las reservas de la gente mayor para zambullirse en las aguas de los jolgorios y algarabías de la bulliciosa juventud.

   Tras la despedida de soltero y las sagradas bendiciones al uso, aunque no comulgaba apenas con tales formularios, emprendió el viaje de luna de miel con Rosa al Caribe volando entre nubes, enfrentándose en las alturas a unas escenas dantescas, incontrolables para su conocimiento apegado como estaba a la tierra firme, yendo con el animal tirando del ronzal o a lomos de su envergadura, y no resultando el vuelo tan romántico como lo había soñado por mor de la incertidumbre e incomodidades a causa del cúmulo de turbulencias durante el vuelo.

   No hay que olvidar que Augusto era hombre de tierra dentro, habituado a desplazarse por el terruño pateando caminos de la comarca y poco más, que ninguna falta le hacía, saludando sobre la marcha a chicos y grandes en olor de multitudes.

   Y mira por donde se le troncharon de la noche a la mañana los arraigados pilares de su modus vivendi con el planeado viaje de novios, familiarizado como estaba con aquellos vericuetos transitando por verdes caminos, siendo para él un paseo por la vida, un baño en la fragancia del campo, saliendo de la cueva o casa donde residía, sonriéndole todo cuanto encontraba a su paso, incluso las flores del campo le rendían pleitesía quizá por una mutua empatía.

   Daba alegría ver cruzar a Augusto montado en la acémila, cuando el campo sacaba pecho exhibiendo el esplendor de la cosecha y se vendían a buen precio los productos, permitiéndole ponerse al corriente con los deudores, que le asfixiaban sin descanso.

   En ciertas épocas del año ganaba un dinerillo con el estraperlo si bien a minúscula escala, llevando unos pellejos u odres de aceite de oliva a la costa con la bestia, pudiendo darse con un canto en los dientes porque, aunque fuese reducida la ganancia con la venta en churrerías y bares en época de alto consumo, al menos era una grata ayuda que le venía como agua de mayo.

   Gracias a tales arrimos y unos cuantos saquillos de almendra de los secanos junto con la aceitunilla de rebusca por desfiladeros y balates podía el hombre ir tirando y criando a la prole, así como a gallinas, cochinos, cabrillas y algún conejo.

   Como no es orégano todo el monte resultaba que había años de malas hechuras en que los frutos escaseaban, aunque subiesen los precios, y no sacaba ni para hacer pan de higo, cazuela mohína o la rica matanza con morcilla, chicharrones, lomo de orza y longaniza, debiendo apretarse el cinturón, porque las circunstancias mandaban.

   Para sobrellevar el temporal económico había que acudir a las gabelas, echándose en brazos del usurero de turno, toda vez que antes de nada hay que comer, y los tiempos no daban para otra cosa.

   Un día compró Augusto un décimo de lotería, y tuvo toda la suerte del mundo pillando un buen pellizco, que le vino como caído del cielo, permitiéndole tapar algunos agujeros.

   Y en ésas andaba Augusto en tales fechas con la resaca de la lotería, disfrutando de los apetitosos bocados de los días felices, y saboreando los navideños mantecados y almendraíllos con pasas. En un alto en el camino le asaltó un pensamiento del futuro, si con el paso del tiempo los hijos quieren o no a los padres cuando ya son una carga, y si les prestan la atención debida al hacerse mayores, como una obligación filial y rutinaria dentro de la familia, y se quedó pensando mirando al horizonte…

   Y el viaje seguía su curso. El vuelo del avión llegó felizmente a las aguas del Caribe, donde había reservado un hotel de moda, y estando en plena luna de miel con Rosa la felicidad le chorreaba por los cuatro costados, siendo lo que más ansiaba Augusto, so pena de que se le cruzasen los cables a la naturaleza y ocurriese algún seísmo (como en Granada) o venganza súbita que enturbiase las claras aguas del viaje.

   En la estancia caribeña llevaba a cabo múltiples visitas a centros culturales y paseos por la ciudad. Y un día fue de excursión en un ferry a explorar aquellos parajes, y contemplar las envidiables aguas azules, arboledas y sensuales panorámicas del entorno, extasiándose ante tan hermoso espacio cósmico.

   Mas una noche ocurrió de pronto algo no esperado, surgió de repente un horrible tornado echando pólvora incendiaria y por alto toda la calma chicha reinante, saliendo la gente corriendo despavorida a la calle con algunas pertenencias, al ver que el edificio se desmoronaba como un castillo de naipes, y cuál no sería su estupor al contemplarlo sin poder hacer nada por su parte, y se interrogaría Augusto farfullando entre dientes si en tan críticos momentos le permitirían los nervios tener la serenidad para llevar a cabo el restablecimiento de la cordura y sensatez requerida en tales casos de caos, como solía hacer con los exaltados labriegos en su municipio.

   Aquel escenario parecía el fin del mundo, la playa quedó sembrada de las pertenencias de los turistas, zapatos, toallas, albornoces y ropa de toda clase nadando como pececillos muertos, siendo arrastrados de un lado para otro, de una negra roca a la otra por la furia del oleaje, que no respetaba a nadie, ni siquiera la luna de miel de Augusto con su acariciado y entrañable ceremonial.

   Y a la sazón de los acaecimientos vitales viene al caso el adagio: ¡qué poco dura la alegría en la casa del pobre!  

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Lucía Muñoz

Por la ventanilla del avión las nubes se le antojaban dragones o gigantes de algodón, y rememoró sus años de niñez y aquel huerto de la casa de sus padres donde gustaba de tumbarse sobre la tierra a ver pasar las nubes. En aquellos años deseaba tocar las nubes, tener una escalera mecánica y poder subir a ellas, para saltar de una a otra, pues se las antojaba que eran de algodón o de goma espuma.

Para Lola, este era su primer vuelo en avión. Sus primeras vacaciones ganadas con su suelo de bibliotecaria. En dos horas estaría en Florencia, admirando esculturas, galerías de cuadros, puentes y miles de cosas maravillosas. El avión de vez en cuando atravesaba una nube y aquel deseo de saltar de una a otra se le vino abajo como un castillo de naipes. Algunas gotas de agua nacieron en la ventanilla y fueron atravesándola de izquierda a derecha. Lola echó su aliento en el grueso cristal y con el dedo índice dibujó un corazón. Pensó en Roberto, su compañero en la biblioteca, se había enamorado perdidamente de él, pero estaba casado y ella no se iba a entremeter en un matrimonio, ni pensarlo, ella no era una rompe familias, como su amiga Fernanda. Con lo que la había criticado, ahora no iba ella a hacerlo. Esos pensamientos la hicieron borran de un manotazo el corazón dibujado en el cristal y removerse intranquila en su asiento. De pronto le pareció el avión pequeño y los asientos enanos, apenas podía moverse. A su lado había un hombre corpulento y delante uno de unos dos metros que había reclinado su asiento al máximo. Cerró los ojos y respiró profundamente tres veces. Para convencerse así misma empezó a repetirse en su mente:  Lola, piensa lo bien que lo vas a pasar en cuando llegues a Florencia, los Italianos guapos que vas a conocer, y puede que hasta ligues con alguno…

Por megafonía el comandante saludó y deseó buen viaje, dijo que en Florencia hacía un día soleado y había 21 grados. Las azafatas sacaron sus carritos para ofrecer un café, infusión, refresco, bocadillo, pizza calentada en el microondas … todo a precio prohibitivo, pensó Lola. Por eso se había preparado en casa un buen bocata de tortilla de patatas y comprado en el aeropuerto un botellín de agua que le costó lo que una de diez litros, menudos ladrones los de los aeropuertos, pensó Lola, dando el primer mordisco al pan con tortilla, que le supo a gloria mirando por la ventanilla pasar las nubes y soñando con los guapos Italianos, el David de Miguel Angel, y en los restaurantes con mesas pequeñitas con aromas de tomate, albahaca fresca y Mozzarella.

Después del almuerzo, echó una siestecita y ya no despertó hasta que sintió como algo le zarandeaba. Abrió los ojos sobresaltada y se recuperó escuchando al capitán por megafonía advirtiendo de que estaban pasando por una zona de turbulencias, y se disculpaba en cuatro idiomas.

Volvió a mirar por la ventanilla del avión y las nubes, espesas, gruesas, blancas y algodonadas la volvieron a meter en un sopor del que no despertó hasta que el avión llegó a su destino. 

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Vicky Fernández

  EL ALERÓN

            ¡Qué mala suerte he tenido en este viaje! Me han colocado un asiento al lado del alerón derecho y no podré disfrutar de las impresionantes vistas que se divisan a miles de kilómetros de altitud. Si el avión llevara menos pasajeros me podría cambiar de asiento por un tiempo, ya he visto que es imposible porque va a tope. Así que, me quedaré sin ver bien los paisajes a escala diminuta; las ciudades, los pueblos, el océano, las montañas que en este tiempo se cubren de nieve y los valles atravesados por los serpenteantes ríos.

            ¡Qué fastidio! Tampoco podré contemplar el atardecer y los cambios de luz. Solo veré nubes y más nubes blancas. En un viaje intercontinental que durará diez horas llega un momento que estás hasta el gorro de nubecitas algodonosas por muy bucólicas que sean. Yo pensaba echar un montón de fotos y hacerme varios selfis para subirlas en mis redes sociales y presumir un poco, pero solo puedo sacar este dichoso alerón.

            Voy a dejar de pensar tan negativamente y seré positiva. A ver, sí. Los asientos próximos al alerón tienen una puerta de salida de emergencia cerca. En una probable evacuación de emergencia puedo salir de las primeras. ¡Ay! ¡Dios no quiera que tengamos un aterrizaje forzoso! Ya he vuelto a la negatividad.

            Bueno, me colocaré mis auriculares y escucharé música hasta que me duerma. ¡Qué aburrimiento de viaje!

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  Antonio Vera

LAS  ALAS

Las Alas... Volar...

como pájaros humanos

en el cielo virginal.

Las Alas...Volar...

el gran sueño de Leonardo,

de su mente sin igual.

Las Alas...Volar...

por encima de las nubes,

muy por encima del mal.

Las Alas...Volar...

escapar de las miserias

con Alas de Libertad.

Las Alas...Volar...

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Haydée Acosta

LAS  NUBES

Nunca el cielo había estado tan cerca, como aquella vez que el avión volaba entre las nubes trayendo a mis sentidos la sensación de atravesar desiertos neblinosos que se alternaban por momentos con llanuras azules, creando en mi interior una emoción desconocida, casi infantil; parecida a la que me provocaba descubrir formas en las compactas nubes cuando las observaba recostada sobre el césped de un jardín o acodada sobre la barandilla de algún balcón. Las nubes, admiradas por mí desde mis primeros dibujos colegiales, incansables viajeras ligadas siempre a la libertad de los trazos y la imaginación. Mirar al cielo y perseguir nubes era para mí como volar  hacia la libertad.

Ahora, en su contacto más íntimo y cercano, acababan de transformarse en mis compañeras de viaje.

 


         

         

 

 

 

IMAGEN PARA ESCRIBIR

Escriben sobre la fotografía:  Juanita Viruega, Marcos Marín, Vicky Fernández y Paquita Díez


Juanita Viruega

Y TRIUNFÓ EL AMOR

            Celia estaba nerviosa, escribiendo un mensaje a Jorge, su novio, para ella el hombre de su vida. Lo había conocido en el cumpleaños de su amiga Rebeca. Enseguida conectaron, tenían gustos similares como leer, escuchar música y el cine.

Empezaron a ir juntos a varios eventos y lo que más les gustaba, a los estrenos de películas.

            Celia no dejaba de mirar el reloj de las pantallas del aeropuerto, no comprendía cómo todavía no había llegado, el avión no iba a esperar. El móvil de Jorge estaba apagado, cosa rara en él. No dejaba de mirar, inquieta, la puerta del control de seguridad y nada, ni rastro de Jorge.

Al oír la llamada por megafonía anunciando su salida, su angustia creció. Pero no podía esperar más y no tuvo más remedio que embarcar. Con ojos llorosos, buscó su asiento. Cuando lo encontró se sitió aliviada, no había nadie a su lado. Empezó a sollozar sin poder remediarlo, sus lágrimas caían amargamente. No concebía que después de decirle una y otra vez que la quería, no fuese ni a despedirla.

            Celia había aprobado unas oposiciones de la Unión Europea y tuvo que mudarse a Bruselas, por lo pronto un año.

Él y ella lo habían hablado y los dos estaban de acuerdo. Si le iba bien a Celia, él haría lo posible para trasladarse también allí.

            Él era gerente de la empresa de su padre. Su idea era expandirse e instalarse en Bruselas con Celia, si todo le iba bien, claro está.

            Con el zumbido de los motores, mirando por la ventana, empezó a recordar los meses vividos con él, ¿Qué había cambiado? Y sobre todo, porqué la dejó esperando y sin decirle nada, ni siquiera un adiós.

Llegó a Bruselas por la mañana, hacía un día triste y lluvioso como estaba ella, triste, en su rostro se fundían las lágrimas y el agua .

            Una amiga iba a ir a buscarla. Ella fue la que le animó a presentarse a las oposiciones. María llevaba meses trabajando en UE, con sueldos altos y compañeros estupendos.

Celia, a pesar de toda la vorágine de instalarse y de su nuevo trabajo, no dejaba de pensar en Jorge. ¿Qué podía haber pasado? Y sin una llamada, su móvil seguía apagado.

Es que no tenía ni su dirección, ningún dato para poder contactar con él.

De pronto, un día, se acordó de Rebeca, la de la fiesta de cumpleaños donde conoció a Jorge. Con su mano temblorosa, buscó el móvil de su amiga , rezando que tuviera la dirección del chico.

La llamó y se alegró cuando oyó la voz de Rebeca, era su última oportunidad. Pero todo se derrumbó cuando se lo preguntó y su amiga le contestó que no sabía dónde vivía Jorge y que además hacía tiempo que no lo veía. Se quedó desconsolada y pensativa, Ahí decidió olvidarle.

En ese momento llegó María, su amiga y compañera de piso.

Era muy extrovertida y ella le ayudó a sobrellevar su pena. Llegó a acostumbrarse a la vida en Bruselas. Sus amigos le animaban para ir a fiestas, eventos o conciertos. Aunque aún le costaba, ella iba con la intención de olvidar su vida  pasada, había sido muy duro el desengaño que tuvo con su primer amor, pero el tiempo lo cura todo y a Celia, también se le iba curando la herida de su corazón.

Estaba contenta y no tenía la intención de volver a España, salvo para ir a ver a sus padres. Ya hacía un año que estaba en Bruselas y pensó que era hora de ir a ver a su familia.

Esta vez, se fué en un vuelo directo a Madrid.

            Cuando se bajó del avión y pisó suelo español, se emocionó, cerró los ojos y recordó el día de su partida, esperando en Barajas a su amor que aún no había olvidado del todo.

A la salida del aeropuerto, la esperaban sus padres y su hermano “el peque”, como le llamaba ella, aunque ya era casi un hombre. Se abrazaron entre lágrimas y risas, dirigiéndose al parking.

Y así, felices, tomaron el camino  para casa.

            Celia disfrutaba de un mes de vacaciones y lo pensaba aprovechar.

Contactó con sus amigos y amigas para quedar, con ellos seguro que se lo pasaría bien!

Un día, pasaron por el parque donde quedaba con Jorge y se atrevió a preguntar si sabían algo de Jorge. Nadie sabía nada, no habían vuelto a verle, parecía que se lo había tragado la tierra

Uno de sus amigos, Felipe, le propuso que lo buscara por internet, en cualquier red social. Ella le contestó que no merecía la pena, si no fue a despedirla es que se habría arrepentido y que seguramente ya la habría olvidado. Felipe le contestó que le veía muy enamorado, hacían una pareja perfecta.

Por la noche, dando vueltas a la cabeza, se sentó ante su ordenador y en ninguna red social aparecía el nombre de Jorge Ruiz. Estaba abonada a un periódico digital y sin saber porqué fue a buscar las noticias del día de su partida. Se quedó de piedra cuando vio que había habido un accidente múltiple en la autovía por donde tenía que pasar Jorge. En la lista de los heridos aparecía Jorge Ruiz. No lo podía creer.

A la mañana siguiente, llamó a su amiga Merche, era médico y lo mismo estaba al corriente de algo. Ella no sabía nada pero conocía a un médico que trabajaba en La Paz, donde iban todos los casos graves.

Merche lo llamó y...¡Sí, se acordaba! Le dió su dirección, que aunque no se podía, al ser amiga de Merche, se la proporcionó.

            Al día siguiente, cogió un taxi sin decir a nadie donde iba. Su corazón latía a cien por hora, sentía que iba a explotar.

Era a las afueras de la ciudad. El taxi se paró delante de una casa grande y bonita, de un cierto nivel social.

Armándose de valor, llamó al timbre y salió una señora, elegante, aunque vestía ropa de estar en casa. Le dió los buenos días y preguntó si vivía ahí Jorge Ruiz. La señora la miró y le dijo que si ella era Celia. Le contestó “sí, ¿cómo sabe mi nombre?. Sin contestarle, le rogó que la acompañara al jardín. Al fondo, estaba Jorge, en una silla de ruedas, con barba y muy delgado.

“Hable con él, no la ha olvidado, tiene su foto en la mesita de noche de su dormitorio”.

Caminó hacia él y lo llamó, volvió la cabeza y su cara resplandeció. Le tendió los brazos y ella llorando, corrió hacia él.

Se contaron sus vidas desde el fatídico día. Él tuvo un accidente, yendo a Barajas, estuvo a punto de morir y quedó inválido pero con su tratamiento y mucho esfuerzo podría volver a andar.

            Celia  pasó el resto de sus vacaciones con él.

Volvió a Bruselas y pidió el traslado a Madrid para estar con su primer y único amor.

Una año después se casaron y él también acabó por poder caminar.

            Prometieron ir juntos a Bruselas, en avión, ese avión que casi separa sus vidas.


 Marcos Marín

Una vieja plazoleta,

de un antiguo pueblo,

no muy bulliciosa,

con un ambiente sereno.


Casas con muchos años,

ventanas y fachadas,

tejados con musgos.

Las calles empedradas.


Terrazas de bares,

bajo un cielo nublado.

Me senté, después,

de haber andado.


Pedí una limonada.

La brisa sopla agradable

suave, dócil y apacible,

a flor de piel, templada.


Vicky Fernández

MI  PLAZA

       Esta plaza me embauca y me siento como en casa, si tuviera tiempo, podría pasarme horas y horas sentada en una de sus terrazas. En este espacio jugué de niña y me di bastantes castañazos montada en mi bici, siempre llegaba a casa llorando con moratones y heridas en las rodillas y codos. Mi madre no me consolaba como yo esperaba, mientras me curaba con mercromina me regañaba, amenazándome con no dejarme más montar en la bicicleta. En esta plaza paseaba de adolescente con mi pandilla y flirteaba con los chicos, fumé los primeros cigarrillos a escondidas. En los bancos, que han desaparecido, besé por primera vez a mi novio, con él me casé; todavía recuerdo las cosquillas que sentía como si reviviera aquella noche. La plaza tenía pocas farolas y las parejas se besaban en los puntos ciegos donde no llegaba la iluminación.

       Todas las tardes me siento sola, no me gusta venir con nadie porque es una hora que me relajo y me olvido de los quehaceres diarios y me gusta observar el fluir de la gente, la mayoría no la conozco porque el pueblo ha crecido en número de habitantes, y, además, hay muchos turistas de paso que visitan la plaza. Parece que estoy en la platea de un teatro y los viejos edificios restaurados sirven de telón de fondo. Hoy no hace calor y las pequeñas nubes algodonosas y caprichosas me permiten permanecer más tiempo y saborear un delicioso café.

       Hasta hace una década la plaza estaba ornamentada con esbeltos árboles caducifolios que en verano cobijaban con sus sombras, se sentía correr la brisa que llegaba del mar, oías el zumbido de los insectos o el trino de las aves que anidaban en las ramas de los tilos, de los castaños de Indias y de los álamos blancos. En otoño se alfombraba el suelo con sus hojas. Había bancos donde podías sentarte a descansar o a conversar. Los chillidos de los niños que jugaban y corrían irrumpían la quietud de los ancianos. Había un bar con tres mesas en la puerta donde los hombres jugaban al dominó. La plaza era un lugar de encuentro para sus pobladores.

      Pero llegó la modernidad, y el político de turno tuvo la gran idea de talar los centenarios árboles. La tierra de albero fue sustituida por estas horrorosas y grandes losetas grises. Una de las explicaciones que dio el alcalde para justificar el cambio fue que así los niños no se mancharían de amarillo. También desaparecieron los bancos y se llenó la plaza de cafeterías y restaurantes que acapararon el espacio de todos nosotros con sus terrazas abarrotadas de mesas, sillas, gigantescas sombrillas y cada vez más artilugios que se inventan para que la clientela permanezca durante tiempo sentada en las incómodas sillas de hierro forjado. Ahora, si quieres descansar y conversar un rato, tienes que pagar una consumición, como estoy haciendo yo. A no ser que se quiera permanecer en pie o sentarse en el suelo.

       ¿Dónde están los niños y niñas de este pueblo que siempre alegraban la plaza? Seguro que en los colegios entretenidos con actividades extraescolares, en sus casas con los videojuegos y la televisión, o en el parque infantil que se construyó para quitarlos del medio y que no molestaran a los adultos y turistas que disfrutan esta antigua plaza, ahora casi privada. Echo de menos ahora las risas infantiles, sus gritos e incansables juegos.

          Me voy porque me está dando llorera. Esta tarde me ha embargado la nostalgia.


Paquita Díaz     

Me pregunté, y ¿porqué no. Y si lo hiciera? ¡caramba!, claro que sí soy capaz, me dije.

Me coloqué mi vestido rojo, me coloreé los pómulos, me pinté los labios con el color rojo más fuerte que tenía de pintalabios y perfilé mis ojos con un color cielo. Me observé en el espejo y me sentí eufórica y algo nerviosa también. Salí a la calle con mi vestido rojo ceñido y mis tacones de 10 cms., y comprobé como los hombres se volvían a mirar a mis caderas contoneándose colocada tras la máscara que ocultaba mi verdadero estilo. Pero creí que ese momento lo requería. Sí, lo requería.

Hacia muchos años que no nos veíamos. Éramos del mismo pueblo pero por circunstancias particulares de cada uno lo abandonamos para ir a otro lugar a buscarnos la vida. Siempre me había gustado y creo que yo también a él, pero éramos muy jóvenes y en aquella época nada de besos y abrazos como mucho   algún pellizco disimulado y alguna mirada insinuante pero nada más. Recuerdo perfectamente como desde una atalaya desde donde se divisaba el pueblo vi con tristeza como se metía en el coche de su padre y se perdían por la carretera rumbo a no se donde. En ese momento sentí que se esfumaba mi ilusión. Hasta lloré en silencio. A los pocos días me fui yo también, en este caso rumbo a Madrid. Al cabo de varios años, como 30 más o menos, recibí un mensaje de él diciéndome que por internet me había localizado, que  a que hacer, pero mi respuesta fue que me parecía bien. Yo estaba viuda y de él yo no sabía en qué situación se encontraba, pero me volvió a llenar de ilusión volver a verle Llegué jadeante a la cita en esta plaza y con los pies hechos polvo de los tacones. Había una mesa vacía y me senté pidiendo un café al camarero. La plaza estaba con buen ambiente y rodeada de terrazas llenas de gente. Niños y mayores pasaban con sus bicicletas disfrutando del día tan maravilloso que hacía. Me sentí con envidia, pues siempre me hubiese gustado haber aprendido a andar en bicicleta, pero no lo conseguí. Observaba a los pájaros que se paseaban por entre las mesas picoteando todo lo que caía al suelo. Ya llevaba más de media hora allí sentada sin que él hiciese su aparición. Pagué el café y ya mosqueada decidí darme una vuelta por a plaza. Al momento de levantarme de la mesa alguien me cogió por el brazo, me volví en plan arrogante y allí estaba él. Me pidió disculpas por la tardanza, nos saludamos como amigos y nos sentamos en otra mesa. Me costó reconocerlo pero según él me había reconocido a primera vista. Lo siguiente, repasar el tiempo vivido cada uno en la lejanía.    

      

 

 

 

 

 

 


lunes, 4 de enero de 2021

IMAGEN PARA ESCRIBIR, DICIEMBRE, FOTOS 1 Y 2

Escribe sobre la foto: Francisco López



Incon

    

Inconmensurable. En efecto, éste es el adjetivo que les cuadra a ambas fotolucis.

Idénticas formas de celebrar la Navidad. Luz, luz y más luz por todas partes. Luz para iluminar el mundo; para salir de las tinieblas, para recibir al nuevo año.

Seguramente, para cualquier observador constituye un reto establecer las diferencias entre lo que se ve en cada fotoluci. Para mí también, y no me voy a quedar callado.

 

La fotoluci de la izquierda muestra claramente un nivel tecnológico arcaico en la producción de luz de la época que fue captada por la cámara, que a todas luces y valga la redundancia no es una cámara de aquel tiempo sino mucho más reciente. Por tanto, es evidente que Luci hubo de viajar al pasado, quizás utilizando el túnel del tiempo. ¡Enhorabuena, Luci! ya nos dirás como lo haces.

Hay que ver con que poquito se conformaban nuestros ancestros para celebrar la Navidad, cuando lo más seguro es que aún no hubiera nacido Jesucristo, lo que indicaría que eran unos portentos anticipándose en el tiempo al consumismo que después se desarrollo. Prueba de ello, son los regalos que les trajo Papá Noel y que están apoyados contra la pared. Tienen hasta un fuelle para avivar el fuego, elemento de tecnología intermedia. ¡Claro! Papá Noel se lo llevó desde la edad Media sin ningún problema. Por cierto, que hoy en día lo tienes en Amazon por 13,95 € y entrega en 48 horas, aunque no hay ni punto de comparación con el fuelle genuino y con denominación de origen Atapuerca de la fotoluci.

 

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 La fotoluci de la derecha nos recuerda hasta dónde puede llegar la humanidad ¡Qué derroche, qué despilfarro, qué dispendio! ¡Parad de una vez esta dilapidación, este desatino, esta manipulación de masas!

También es verdad que el esfuerzo para iniciar el alumbrado se circunscribe a poner en posición ON el interruptor que permite conectar la corriente eléctrica a las bombillas y ¡Se hizo la luz! Nada más fácil desde el célebre Big Bang.

¡Y de gente, qué decir? Pues eso mogollón de gente alucinada por la desbocada riada de luz que les inunda. ¡Cebollinos! Eso es lo que sois, unos cebollinos que os dejáis manipular sin sospechar siquiera que esa luz ha salido, en parte, de vuestros bolsillos y que sólo responde a un único objetivo; que vuestro dinero siga saliendo de vuestros bolsillos. Exponente claro de colaboración de las diferentes Administraciones con los intereses de los que más tienen, en el afán de transferir el dinero público, en forma de alicientes consumistas, a las arcas privadas.

Menos mal que en este caso Luci no tuvo que cambiar de dimensión. Bastaron 50 kms. de viaje para captar la fotoluci.