domingo, 4 de octubre de 2020

UNA IMAGEN PARA ESCRIBIR. SEPTIEMBRE, FOTO 2

 Escriben sobre la fotografía: Haydée Acosta, Marcos Marín, Vicky Fernández, José Guerrero y Lucía Muñoz


Haydée Acosta

ADELAIDA

            Hace varios años, en mis frecuentes recorridos por el pueblo, tanto de mañana como de tarde, solía cruzármela con su andar lento pero seguro, con su cara bondadosa y su voluntad santa, ofrecida a una misión encomiable.  Todos la conocíamos y la saludábamos como “madre Adela”.   Era difícil no tenerla presente en tiempos en que la pobreza asolaba muchas casas y ella asistía con sus desvelos a numerosas familias del entorno.  Entre los que daban y los que recibían, siempre mediaba la figura de la madre Adela, que cargada con sus bolsas, hacía de ángel guardián de cada casa.  Alguna vez pude ayudarla a repartir su peso en alguna cuesta o escalinata, aunque ella nunca se quejaba y de primeras decía – no hija, no te molestes, sigue a lo tuyo -. Pero el respeto y el agradecimiento a su tarea, imponía insistirle hasta que aceptara la ayuda.

            Pasó el tiempo y cambiaron las rutinas. Poco a poco dejó de sonar su nombre en la boca de todos.  Hoy, un amable recuerdo ha venido a preguntarme  ¿qué habrá sido de ella?


Marcos Marín

Sor María salió del monasterio

de mañana tras el rosario

Como cada año en pascuas

llevando las ricas pastas.


Por el camino empedrado

se dirigió al poblado

En el había un mercado

Para estas fiestas abarrotado.


Iva Sor María presto

por la plaza el pequeño puesto,

qué era la pastelería dónde sus roscas vendería.


Al mostrador fue a parar,

los dulces roscas puestas.

La docena a tres pesetas,

la pastelera se puso a vocear


En una hora vendido

Desde bien temprano

las clientas estaban esperando

con el cesto de mimbre en la mano.


Vicky Fernández

TODO POR DIOS Y POR LA VIRGEN

            Vaya por Dios y por la Virgen. Continuamente me encargan las tareas más fastidiosas. Esto nos pasa a las monjas que venimos de baja cuna o pertenecer a familias humildes, siempre ha sido así y lo será mientras el mundo sea mundo. Aunque estemos en pleno siglo XXI, dentro de los viejos muros de este convento no ha cambiado nada desde el año catapúm chimpún. Buena vidorra que se pegaban las princesas y todas las nobles solteronas y viudas con mucha dote que entraban en los conventos y monasterios, muchas por aburrimiento y otras obligadas por sus familias y las mojas más pobres eran sus sirvientas. Lo sé porque por todas las paredes están los retratos de las ricachonas.

            Maldita la gracia que me hace salir a comprar a la calle y venir cargada. Antes, cuando yo era joven me gustaba hacerla porque veía a gente y salía de estos húmedos muros. Ahora, prefiero estar en mi celda calentita leyendo la biblia y la vida de los santos, o con las hermanas en la sala de costura. Ya estoy vieja y tengo la espalda hecha misto y puedo seguir sumando enfermedades, hipertensión, colesterol, frecuentes bronquitis, arritmia cardíaca y un largo etcétera. Ya estoy vieja para estos menesteres y medio cegata. No sé por qué tengo que ser yo la que haga las compras.

            Bueno, para ser clara, lo que pasa es que las tres monjas y las dos novicias que han ingresado últimamente en el convento son jóvenes inmigrantes que vienen de África o de América latina. Hay una que es más negra que el betún y ninguna de ellas se bandean muy bien por la ciudad ni por los supermercados, por eso me toca a mí siempre la engorrosa compra. Además, ahora hay solo supermercados y yo me lío con tantos productos en las estanterías. Como no veo bien, me paso un buen rato leyendo el etiquetado para ver la caducidad de los alimentos. Ya llevé en alguna ocasión productos a punto de caducar y encima me regañaron. La madre superiora me dijo algo enfadada: Sor María Encarnación de la Santa Cruz y de la Santísima Trinidad, un día de estos nos vamos a envenenar todas. Y es que cuando se enfada conmigo me llama por todos los nombres que me impusieron cuando ingresé en el convento. Mi nombre de cuna es Trinidad y se me quedó el último. Pienso que cualquier día me da un jamacuco en mitad de la calle de llevar tanto peso. ¡Ay Dios! No permitas que me muera como un perro callejero. Ya le he pedido a la madre superiora que me compre un carrito para llevar la compra como lleva todo el mundo, pues hasta se han reído de mí las monjas más jóvenes cuando han escuchado mi petición. Me dicen que cuándo se ha visto a una monja por la calle tirando de un carrito, que haga un sacrificio por los que pasan hambre. Como si el no llevar carro ayudara a de comer a los hambrientos

            Yo es que vine al mundo para pasar penalidades. A los doce años tuve que abandonar la escuela y dedicarme a criar a mis cinco hermanos menores al morir mi madre en el séptimo parto y mi padre me otorgó a dedo y sin pedir mi opinión el hacerme cargo de una casa llena de mocosos llorones que siempre tenían la boca abierta para pedir la comida que más bien escaseaba. Mi padre trabajaba de guarda nocturno en una fábrica textil, lo que le obligaba a dormir durante el día. Yo procuraba que mis hermanos hicieran el menor ruido posible en la casa cuando dormía él, porque si lo despertaban se levantaba con muy mal humor, gritaba como un energúmeno y pillaba palos el que más cerca tuviera.

            Durante mi juventud, y hasta los treinta años, no tuve más remedio que dedicarme a la crianza de mis hermanos, como he contado antes. Cuando ellos cumplieron la mayoría de edad y fueron abandonando la casa paterna, decidí fríamente no buscar pareja para no tener hijos, pues, bastantes mocosos cuidé, y decidí ingresar en este convento que estaba situado lejos de mi familia en la otra punta del país. En el que llevo ya la friolera de cuarenta años, que se dice muy pronto. Mi idea del convento era pasarme el día rezando, cantando y paseando por los claustros, dedicarme a la vida contemplativa. Ilusa de mí, porque nada más entrar por los portalones de este convento me colocaron a lavar platos y cacharros en la cocina y a fregar suelos de rodillas, nada de palo de fregona. En aquel tiempo éramos muchas monjas y había mucho trabajo porque se ensuciaba bastante tantas dependencias que se utilizaban. Y es que entonces las mujeres eran piadosas creyentes, ahora son todas ateas feministas. Actualmente somos ocho las monjas que vivimos en una cuarta parte del convento. Las tres cuartas partes restantes se arrendó para la instalación de un hotel de lujo. Que vaya habitaciones que han construido, más quisieran las monjas ricachonas de los siglos pasados tener esos aposentos.

            ¡Qué bien! Ya he llegado. Estoy guarnía. Hoy le ofreceré este sacrificio de la compra a Santa Teresa de Jesús, mi santa favorita. Todo sea por Dios y por la Virgen.


José Guerrero

SOR VIRGINIA

   Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.

   Quizás unos años más joven el lastre hubiera sido muy distinto, superando con otros aires más frescos y halagüeños sarampiones, cuestas u onerosos costes, pero las circunstancias mandan. La Comunidad la esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos en el nido, ansiosa por olisquear las golosinas, entremeses e imperiosos manjares que transportaba.

   Por la cabeza de Sor Virginia a buen seguro que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si hubiera tenido la suerte de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le cantaría. Esa creencia la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola y fama de los afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca de todos los púlpitos, cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en volandas por la fe de la gente en la Virgen de Fátima.

   Sor Virginia no podía subir a los altares de ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen, ni por muchos viajes que realizase acarreando comestibles u otros enseres que le reclamasen las obligaciones de la Orden a la que pertenecía.

   A veces cuando subía las duras rampas del trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra, y el día en que tomó los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose en Sor Virginia, aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la Virgen de la Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y unas benditas vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero camino, purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida de sacrificio, se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le ocurrió un Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad, a pesar de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo desentenderse de tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a la Comunidad de la abadía.

   Aquel día acaecieron innumerables contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más peligroso de la travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas permanecían en sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la capilla a la meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus ígitur, llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes. 

   A tales ejercicios religiosos no llegó a tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la marcha cortando por las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad uniéndose al fervor del resto de las compañeras.

   No obstante le estaban traicionando por la espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca de sus aspiraciones, si hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la Virgen se le apareció en cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan catastrófico en que se hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento tiempo con el duro golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso podría estar en los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos de flores y haciendo milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y extraños, acrecentando en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose lo milagroso con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando que más temprano que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más urgentes, como la enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no llegando a pasar las de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba vivir peligrando el rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a un centro de caridad y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad en medio de la pandemia y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para seguir viviendo como Dios manda.

   A veces sopesaba Sor Virginia que hubiese sido mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a salvar almas currando por los campos de la vida, y haber creado un dulce nido con la pareja cumpliendo con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo criaturas el mundo, y de ese modo habría recibido una mayor estabilidad emocional, y a lo mejor una independencia de la que ahora carecía, más acorde con sus debilidades psíquicas y soñados ideales, no estando sometida a la presión de los votos que había profesado de pobreza, castidad y obediencia.

   Había momentos en los que se sentía reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su semblante, porque le iba dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos como los torcidos, que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran muchos los obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las mismas compañeras de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.

   -EL otro día por poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…  


Lucía Muñoz

                                              SOR CONSOLACIÓN

            ¡Ave María Purísima! Cada día me parece más pendiente esta cuesta de Santa Ana hasta llegar el convento.  Y pensar que la primera vez que la subí con veintiocho años lo hice a grandes zancadas cargada de una maleta de madera que pesaba como un marrano ahogado.

Sor Consolación deja las bolsas en el suelo para hacer un pequeño descanso y secarse el sudor de la frente con un pañuelo de tela blanco.  Después, mira a todos lados por si pasa a alguna vecina del barrio, pero solo ve a gente desconocida, ella piensa que son turistas de los muchos que visitan Granada.

Resignada, suspira y vuelve a coger las pesadas bolsas de la compra. Para darse ánimos piensa en Jesucristo que tuvo que subir al monte calvario con la pesada cruz a cuestas, herido y con la espalda llena de latigazos.  ¡Jesús, dame fuerzas porque me siento desfallecer!

Una jovencita de pelo rubio muy corto con varios pendientes en las orejas y un piercing en la nariz, va mirando su móvil tan distraída que choca con Sor Consolación que nada ha podido hacer para evitarla. Las bolsas caen al suelo y la monjita se tambalea, y si no se da de bruces con el asfalto, es porque la chica en un acto reflejo se aferra a ella de un brazo y consigue sostenerla.

-Lo siento señora- se disculpa la rubita. Sepa que por evitar que usted caiga al suelo mi móvil se me ha hecho ciscos – y le muestra la pantalla del móvil toda llena de arañazos y rajas.

-No, si encima habré tenido yo la culpa de todo. ¡Ay! Señor, Señor, lo qué hay que aguantar – exclama recomponiéndose la ropa y volviendo a coger las bolsas de la compra.

-No se enfade señora. Mire, para que vea que no soy mala persona, le voy a llevar las bolsas hasta donde usted viva.

Sor Consolación mira hacia el cielo que está de un azul intenso con los ojos muy abiertos y las manos juntas para dar gracias al cielo por el encontronazo, y piensa en aquel refrán que su abuela le decía de pequeñita, “Consuelito, Dios aprieta pero no ahoga”.


UNA IMAGEN PARA ESCRIBIR. SEPTIEMBRE, FOTOS 1 y 2

 Escriben sobre las fotos primera y segunda: Paco López y Paquita Díez







Paco López

Esta esforzada persona estará pensando en que más sufrió Cristo en la cuesta del Calvario.

Gracias a ese pensamiento, hoy comerán caliente sus agradecidas compañeras de confinamiento. Ella pensará que no tienen nada que agradecerla, puesto que su labor como hermana intendente está perfectamente regulada en las estipulaciones conventuales. Por tanto, incluso, aunque Cristo se lo hubiera pasado de puta madre, nunca será ese el criterio para estar convencida de que hace lo que debe. Su voto de obediencia, ella lo asume como de coherencia al recordar que cuando fue propuesta para ser la hermana intendente, aceptó de buen grado pensando en lo útil que sería para la comunidad. No puede ahora echarse para atrás, ni siquiera se permite pensar que eso tuviera sentido. En consecuencia, jamás ha salido una queja de su boca. Jadea contenta. No hay más que verla. Tiene cara de satisfacción. Quizás en el fondo, compite con Cristo en eso de al mal tiempo, buena cara.

También es verdad, que en su pueblo no hay tranvía, sino ya lo habría cogido.

Por eso, en la otra fotoluci, aparece un abuelo aleccionando a su nieta, sobre lo poco recomendable que resulta meterse a monja en un convento de pueblo, dónde como poco no hay tranvía.

La niña aún es muy joven para entender la importancia de carecer de tranvía y resuelve el problema del desplazamiento mediante el uso del patinete a lo que el abuelo no puede oponerse. Un patinete te da mucha movilidad, sólo que no permite llevar dos bolsas a la vez, como lleva la hermana intendente de la primera fotoluci. También a eso, encuentra solución la avispada nieta. “En qué mundo vive, abuelo. ¿Acaso no sabes lo que es la compra on line?”

Nuevamente el abuelo se encuentra en shock. Su nieta le ha colocado un golpe subrenal del que le va resultar complicado recuperarse. Tras unos segundos de pausa agobiante el abuelo vuelve a la carga recurriendo a decir “que si no hay tranvía, seguramente tampoco habrá comercios que estén a la altura de los inventos modernos”.

La nieta considera que quién no está a la altura es su abuelo y zanja la conversación aludiendo a una experiencia personal.

¿Sabes abuelo, de qué tienda me enviaron este móvil que tengo en la mano?  De una tienda de Singapoore, con la que previamente me había puesto en contacto. Además, creo que subestimas a las monjas, ¡Cómo para quedarse sin comer!

Paquita Díez

La niña le dice al abuelo

“Hola, abuelito. ¿Ves lo que viene por allí?. ¿Lo ves?”.

El abuelo responde

“No se a qué te refieres. Por allí vienen varias personas”

La niña añade

“Sí, abuelito, pero nadie viene tan cargada como esa hermana”

El abuelo replica

“¿Qué hermana?. Tú no tienes más hermanos ni hermanas, que yo sepa”

La niña aclara diciendo

“Pero abuelo, no es que sea hermana mía. Es una monja. ¿No ves como viene vestida?”

El abuelo asiente y dice

“¡Ah!, sí, ya la veo”

La niña añade

“¿Y te das cuenta de cómo anda de encorvada por el peso que trae en esas bolsas? ¿Qué traerá en ellas. Será un tesoro? Iría a su encuentro y la preguntaría, pero me puede contestar mal, pues diría que a mi qué me importa”

El abuelo la da un consejo y la dice

“Es verdad que te puede decir que a ti que te importa, pero en la vida si no corres riesgos nunca te enteras de cosas importantes, porque unas veces te las dicen pero otras, tienes que indagar e investigar para conocer la realidad de las mismas. Puedes intentarlo”

La niña va hacia la monja y la saluda diciendo

“Va usted muy cargada, hermana, y creo que yo podría ayudarla a llevar la carga”

La monja contesta diciendo

“Te lo agradezco, bonita, pero eres muy niña y no vas a poder ayudarme”

La niña insiste

“Lo puedo intentar si no es muy delicado lo que lleva en las bolsas”

La monja añade

“No, en una llevo fruta; manzanas, peras y medio melón. En la otra llevo una caja cerrada que me he encontrado junto a los cubos de la basura. ¡Ah! y también llevo ajos”

La niña da un respingo y sale corriendo hacia el banco dónde está el abuelo, a la vez que dice

“¡Oh, ajos, me dan alergia!

La monja saltándose la regla de San Benito, daba una sonada carcajada añadiendo

“Nenita, ven que vamos a abrir la caja juntas para ver qué contiene”

La niña a quien puede más su curiosidad e intriga que los ajos, acude al lado de la monja. Ésta saca la caja de la bolsa y la coloca sobre un banco cercano. Ambas, nerviosas, se disponen a abrir la caja. La niña da un grito de alegría cuando ante ellas aparece un precioso perrito blanco de apenas horas de vida. La niña se volvía loca de alegría. Siempre había soñado tener un perrito, pero el perrito era de la monja. Ésta al ver tan entusiasmada a la niña la dice

“Ya que has sido tan amable al querer ayudarme, tuyo es el perrito”

La niña cogiendo al perrito sale corriendo hacia dónde esta su abuelo y le dice

“Mira abuelito, mira lo que llevaba la monja en la bolsa. ¿A qué es precioso?”

El abuelo que la veía tan feliz, la recuerda lo que habían hablado anteriormente

“Ves, si no te hubieras arriesgado y ofrecido a ayudarla, no habrías tenido este perrito”

La nieta dando un abrazo a su abuelo añade

 


viernes, 2 de octubre de 2020

UNA IMAGEN PARA ESCRIBIR. SEPTEMBRE, FOTO 1

 Escriben en esta imagen primera: Lucía Muñoz, Antonio Vera y Vicky Fernández

Lucía Muñoz

Esta tarde apacible de primeros de noviembre Javier ha recogido a su nieta de la clase de inglés, la ha invitado merendar unos churros con chocolate y a echar pan a unas palomas en la plaza de las Tendillas. Después, conforme la tarde va avanzando se han adentrando por las callejuelas estrechas de Córdoba, sonrientes.

La nieta de seis años corretea de un lado para otro muy contenta de estar junto a su abuelo al cual adora. A veces, se esconde en algún portal como jugando al escondite con su abuelo, haciendo que el anciano se soliviante en cuanto la pierde de vista.

-Carmencita, no me des más sustos escondiéndote. Anda, vamos a sentarnos en ese banco un poquito que estoy cansado.

-Jo, abuelo, yo quiero ir al parque – protesta la niña cruzando los brazos y haciendo gesto de estar disgustada.

-Cuando tengas mi edad y una nieta tan bonita como tú, te acordarás de mí cada vez que te sientes en un banco cansada de jugar y de darte repullos cada vez que tu nietecita, traviesa y juguetona, se te esconda y no la veas por diez minutos.

Carmencita se acerca a su abuelo y le propina un beso en la mejilla.

-¡Ay! Qué zalamera eres, Carmencita – exclama con la boca chica, porque en realidad adora estar con su nietecita. Son los mejores momentos del día.

Javier se había quedado viudo hacía dos años y la soledad le acogota el alma cada vez que llegaba a casa, cierra la puerta y sólo escucha el eco de sus pasos, su respiración entre cortada y el reloj de pared del comedor. A veces pone la televisión, para ver noticias o un partido de fútbol, él es forofo del Betis. Su hija le ha dicho muchas veces que se vaya a vivir con ellos, pero no quiere ser un estorbo ni estar en medio del matrimonio, además no podría tirarse ni un pedo ni eructar, cuando le viniese en gana, amén de tener que aguantar al yerno que es, para fastidio del hombre, del el Sevilla FC.  

-Abuelito, abuelito, qué te has quedado dormido – exclama su nietecita sacándolo del sopor en que se había metido.

-Carmencita, ¿no te habrás ido a explorar la calle aprovechando que tenía los ojos cerrado?

-No abuelito, he estado todo el rato aquí sentida.

-Seguro. Mira que no me gusta que me mientas.

-Bueno… sí, es que vinieron unas palomas y corrí detrás de ellas para espantarlas, una de ellas se me subió de pronto a la cabeza y me ha revuelto el pelo.

Jacinto mira a su nieta y le mesa el pelo, rubio y fino, con su mano grande y velluda.

-Venga, Carmencita, qué se nos echa la noche encima y todavía nos queda un trecho hasta llegar a tu casa.

-Abuelito, pero yo quiero ir al parque – protesta pataleando el suelo.

-Hoy no va poder ser. Pero te prometo que mañana vamos a ir.

-¿Seguro? ¿Palabrita del niño Jesús?

Y Jacinto hace una cruz con los dedos índice y se los besa por un lado y por otro.

La nietecita sonríe y mira a Jacinto con tanta ternura que al anciano se le escapan unas lágrimas. Lo que habría dado por que su mujer hubiese estado con ellos dos en esos momentos. Mira al cielo, que ya comienza a ponerse oscuro, y fija la vista en una estrella muy brillante, y piensa que tal vez su Aurelia los esté viendo desde ahí arriba. Emocionado agarra la mano de su nieta y le da un beso.

-Carmencita, no te olvides nunca de la abuelita María.

-¿La que está en el cielo?

-Sí. ¿Ves esa estrella? – y se la señala levantando el brazo hacia arriba y con el dedo índice – pues la abuelita está ahí y nos está saludando.

La pequeña mira al cielo y sonríe al ver la estrella tan brillante.

-¿Es que es astronauta la abuelita?

Jacinto no sabe si reír o llorar.

-¡Qué cosas tienes Carmencita! Exclama cogiendo a la niña en brazos y besando sus mejillas sonrosadas.

 Y así caminan despacito hasta la casa de la madre de Carmencita. Jacinto quiere demorar lo más posible la llegada, que será cuando se separe de la niña y tenga que volver a su casa, a volver a escuchar los ecos de sus pasos, de su respiración, del reloj de pared… de la soledad.


Antonio Vera

                                   EL BANCO

    La niña, sentada con gracia en el banco, su hermosa trenza juvenil cayéndole hasta la cintura, pregunta al padre, que está sentado a su lado ocupando medio banco con su voluminoso cuerpo, con el interés que le prestan sus primeras inquietudes de mujercita. El padre, a su lado, intenta transmitir a su hija las enseñanzas prácticas que le ha ido dando la vida. Con tacto, con prudencia, intentando dar a su hija (lo que más quiere en el mundo) los instrumentos, los valores, que le ayuden a construir una vida lo más plena y dichosa posible. Los dos miran al futuro, al futuro de la niña, él desde su experiencia ya pasada, ella desde su ilusión por lo que llegará.


Vicky Fernández

EL LOBO SIEMPRE ACECHA A CAPERUCITA

            ─ Hola Andrea

            ─ ¿Me conoce usted?

            ─ Te conozco desde que eras una bebé, también conozco muy bien a tu padre y a tu abuelo.

            ─ ¿A mi abuelo Enrique?

            ─ Sí, a tu abuelo Enrique y a tu padre que también se llama Enrique.

            ─ No, mi padre se llama Javier.

            ─ Ah, claro, Enrique es el hermano mayor de tu padre.

            ─ Sí, sí.

          ─Ves como conozco a tu familia. Ya te he visto varios días en este banco sentada esperando a que tu madre venga a recogerte.

            ─ He salido de clase de ballet y mi mamá me ha dicho que la espere siempre en este banco sin moverme hasta que ella llegue de la oficina, y que no hable con desconocidos.

            ─ Pero yo no soy un desconido, ya has comprobado que conozco a  tu abuelo Enrique y a tu familia.

            ─ Pues, yo no te he visto nunca.

           ─ Es que vivo en otra ciudad y me comunico con ellos por teléfono y por internet. Tu madre está tardando algo y empieza a oscurecer. Tal vez hay mucho tráfico o ha tenido un contratiempo. Si quieres te acompaño a tu casa, yo sé perfectamente dónde vives.

            ─ No, esperaré a mi mamá.

           ─ ¿ Te gusta montar en moto? Mira, ahí tengo aparcada la mía  y tengo un casco infantil de color rosa chicle, es el de mis nietas, para que se lo pongan cuando las llevo y las recojo del colegio.

            ─ ¿Cuántas nietas tienes?

           ─Tengo tres, Rosaura que es de tu edad, Elena y Alejandra, que son rubias como tú. A las tres les gusta mucho montar en mi moto. ¿Tú quieres que te de una vuelta por esta plaza y estamos aquí para cuando venga tu madre a buscarte? Así la saludo. Hace tiempo que no la veo.

            ─ Vale. Nunca me he subido en una moto. Mis padres tienen coche.

            El hombre calvo y la niña de la trenza rubia se dirigen hacia la moto que ese encuentra aparcada a la vuelta de la esquina. En la plaza no quedan viandantes y los comercios comienzan a echar el cierre. Andrea se sorprende al ver una moto nueva tan grande y reluciente. El hombre le da un casco rosa chicle y le dice a la niña que se coja fuerte de su cintura para que no se caiga porque no está acostumbrada, aunque conducirá despacito. Él se coloca un gran casco negro y unas gafas oscuras de sol. La niña sonriente se sube emocionada, para ella es todo una novedad. Se coloca el casco que él le abrocha algo apretado.

       La moto se pone en marcha y al instante deja atrás la plaza y circula por la avenida a gran velocidad. La niña tiene que asirse fuertemente a la cintura del motorista para no caer de espaldas. Nada más ponerse el vehículo en marcha la aguja del cuentakilómetro comenzó a subir. El estruendo del tubo de escape acalla la voz llorosa de la niña que pregunta al hombre hacia dónde se dirigen y le pide que vuelvan a la plaza donde seguramente ya la está esperando ya su mamá.

            Mientras, en la plaza una mujer con la cara transmutada llama gritando: ¡Andrea! ¡Andrea! ¿ Dónde estás cariño? ¡No me hace ninguna gracia que te escondas! ¡Andrea!  A su grito desesperado empiezan a pararse transeuntes y al enterarse de la desaparición de una niña se unen a una búsqueda por las calles aledañas. La madre, con voz temblorosa, les da detalles de su hija. Una niña rubia con un larga trenza en la espalda, viste un anorak rojo con capucha del mismo color, unos vaqueros azules y unas botas marrones tobillera. Una joven cargada con bolsas de Zara sugiere que hay que llamar a la policía inmediatamente porque las primeras horas de la desaparición son cruciales para encontrar a una persona antes de que se alejen del lugar de los hechos. Todos se quedan mirándola al escuchar su forma de hablar con tanto conocimiento. La joven explica que lo sabe porque es lectora de novelas policiacas y adicta a los seriales de detectives de las plataformas televisivas.

           Cuando la policía llega a la plaza, el motorista, que lleva a una niña con un casco color chicle, se encuentra circulando por la autopista M-50 y sale por la vía de servicio de un solitario y poco ilumnado polígono industria del extrarradio. Una gran puerta de una de las naves se abre con el mando a distancia que pulsa el conductor, entra la moto y se vuekve a cerrar el portalón tras el vehículo.