domingo, 4 de octubre de 2020

UNA IMAGEN PARA ESCRIBIR. SEPTIEMBRE, FOTO 2

 Escriben sobre la fotografía: Haydée Acosta, Marcos Marín, Vicky Fernández, José Guerrero y Lucía Muñoz


Haydée Acosta

ADELAIDA

            Hace varios años, en mis frecuentes recorridos por el pueblo, tanto de mañana como de tarde, solía cruzármela con su andar lento pero seguro, con su cara bondadosa y su voluntad santa, ofrecida a una misión encomiable.  Todos la conocíamos y la saludábamos como “madre Adela”.   Era difícil no tenerla presente en tiempos en que la pobreza asolaba muchas casas y ella asistía con sus desvelos a numerosas familias del entorno.  Entre los que daban y los que recibían, siempre mediaba la figura de la madre Adela, que cargada con sus bolsas, hacía de ángel guardián de cada casa.  Alguna vez pude ayudarla a repartir su peso en alguna cuesta o escalinata, aunque ella nunca se quejaba y de primeras decía – no hija, no te molestes, sigue a lo tuyo -. Pero el respeto y el agradecimiento a su tarea, imponía insistirle hasta que aceptara la ayuda.

            Pasó el tiempo y cambiaron las rutinas. Poco a poco dejó de sonar su nombre en la boca de todos.  Hoy, un amable recuerdo ha venido a preguntarme  ¿qué habrá sido de ella?


Marcos Marín

Sor María salió del monasterio

de mañana tras el rosario

Como cada año en pascuas

llevando las ricas pastas.


Por el camino empedrado

se dirigió al poblado

En el había un mercado

Para estas fiestas abarrotado.


Iva Sor María presto

por la plaza el pequeño puesto,

qué era la pastelería dónde sus roscas vendería.


Al mostrador fue a parar,

los dulces roscas puestas.

La docena a tres pesetas,

la pastelera se puso a vocear


En una hora vendido

Desde bien temprano

las clientas estaban esperando

con el cesto de mimbre en la mano.


Vicky Fernández

TODO POR DIOS Y POR LA VIRGEN

            Vaya por Dios y por la Virgen. Continuamente me encargan las tareas más fastidiosas. Esto nos pasa a las monjas que venimos de baja cuna o pertenecer a familias humildes, siempre ha sido así y lo será mientras el mundo sea mundo. Aunque estemos en pleno siglo XXI, dentro de los viejos muros de este convento no ha cambiado nada desde el año catapúm chimpún. Buena vidorra que se pegaban las princesas y todas las nobles solteronas y viudas con mucha dote que entraban en los conventos y monasterios, muchas por aburrimiento y otras obligadas por sus familias y las mojas más pobres eran sus sirvientas. Lo sé porque por todas las paredes están los retratos de las ricachonas.

            Maldita la gracia que me hace salir a comprar a la calle y venir cargada. Antes, cuando yo era joven me gustaba hacerla porque veía a gente y salía de estos húmedos muros. Ahora, prefiero estar en mi celda calentita leyendo la biblia y la vida de los santos, o con las hermanas en la sala de costura. Ya estoy vieja y tengo la espalda hecha misto y puedo seguir sumando enfermedades, hipertensión, colesterol, frecuentes bronquitis, arritmia cardíaca y un largo etcétera. Ya estoy vieja para estos menesteres y medio cegata. No sé por qué tengo que ser yo la que haga las compras.

            Bueno, para ser clara, lo que pasa es que las tres monjas y las dos novicias que han ingresado últimamente en el convento son jóvenes inmigrantes que vienen de África o de América latina. Hay una que es más negra que el betún y ninguna de ellas se bandean muy bien por la ciudad ni por los supermercados, por eso me toca a mí siempre la engorrosa compra. Además, ahora hay solo supermercados y yo me lío con tantos productos en las estanterías. Como no veo bien, me paso un buen rato leyendo el etiquetado para ver la caducidad de los alimentos. Ya llevé en alguna ocasión productos a punto de caducar y encima me regañaron. La madre superiora me dijo algo enfadada: Sor María Encarnación de la Santa Cruz y de la Santísima Trinidad, un día de estos nos vamos a envenenar todas. Y es que cuando se enfada conmigo me llama por todos los nombres que me impusieron cuando ingresé en el convento. Mi nombre de cuna es Trinidad y se me quedó el último. Pienso que cualquier día me da un jamacuco en mitad de la calle de llevar tanto peso. ¡Ay Dios! No permitas que me muera como un perro callejero. Ya le he pedido a la madre superiora que me compre un carrito para llevar la compra como lleva todo el mundo, pues hasta se han reído de mí las monjas más jóvenes cuando han escuchado mi petición. Me dicen que cuándo se ha visto a una monja por la calle tirando de un carrito, que haga un sacrificio por los que pasan hambre. Como si el no llevar carro ayudara a de comer a los hambrientos

            Yo es que vine al mundo para pasar penalidades. A los doce años tuve que abandonar la escuela y dedicarme a criar a mis cinco hermanos menores al morir mi madre en el séptimo parto y mi padre me otorgó a dedo y sin pedir mi opinión el hacerme cargo de una casa llena de mocosos llorones que siempre tenían la boca abierta para pedir la comida que más bien escaseaba. Mi padre trabajaba de guarda nocturno en una fábrica textil, lo que le obligaba a dormir durante el día. Yo procuraba que mis hermanos hicieran el menor ruido posible en la casa cuando dormía él, porque si lo despertaban se levantaba con muy mal humor, gritaba como un energúmeno y pillaba palos el que más cerca tuviera.

            Durante mi juventud, y hasta los treinta años, no tuve más remedio que dedicarme a la crianza de mis hermanos, como he contado antes. Cuando ellos cumplieron la mayoría de edad y fueron abandonando la casa paterna, decidí fríamente no buscar pareja para no tener hijos, pues, bastantes mocosos cuidé, y decidí ingresar en este convento que estaba situado lejos de mi familia en la otra punta del país. En el que llevo ya la friolera de cuarenta años, que se dice muy pronto. Mi idea del convento era pasarme el día rezando, cantando y paseando por los claustros, dedicarme a la vida contemplativa. Ilusa de mí, porque nada más entrar por los portalones de este convento me colocaron a lavar platos y cacharros en la cocina y a fregar suelos de rodillas, nada de palo de fregona. En aquel tiempo éramos muchas monjas y había mucho trabajo porque se ensuciaba bastante tantas dependencias que se utilizaban. Y es que entonces las mujeres eran piadosas creyentes, ahora son todas ateas feministas. Actualmente somos ocho las monjas que vivimos en una cuarta parte del convento. Las tres cuartas partes restantes se arrendó para la instalación de un hotel de lujo. Que vaya habitaciones que han construido, más quisieran las monjas ricachonas de los siglos pasados tener esos aposentos.

            ¡Qué bien! Ya he llegado. Estoy guarnía. Hoy le ofreceré este sacrificio de la compra a Santa Teresa de Jesús, mi santa favorita. Todo sea por Dios y por la Virgen.


José Guerrero

SOR VIRGINIA

   Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.

   Quizás unos años más joven el lastre hubiera sido muy distinto, superando con otros aires más frescos y halagüeños sarampiones, cuestas u onerosos costes, pero las circunstancias mandan. La Comunidad la esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos en el nido, ansiosa por olisquear las golosinas, entremeses e imperiosos manjares que transportaba.

   Por la cabeza de Sor Virginia a buen seguro que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si hubiera tenido la suerte de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le cantaría. Esa creencia la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola y fama de los afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca de todos los púlpitos, cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en volandas por la fe de la gente en la Virgen de Fátima.

   Sor Virginia no podía subir a los altares de ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen, ni por muchos viajes que realizase acarreando comestibles u otros enseres que le reclamasen las obligaciones de la Orden a la que pertenecía.

   A veces cuando subía las duras rampas del trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra, y el día en que tomó los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose en Sor Virginia, aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la Virgen de la Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y unas benditas vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero camino, purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida de sacrificio, se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le ocurrió un Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad, a pesar de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo desentenderse de tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a la Comunidad de la abadía.

   Aquel día acaecieron innumerables contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más peligroso de la travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas permanecían en sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la capilla a la meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus ígitur, llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes. 

   A tales ejercicios religiosos no llegó a tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la marcha cortando por las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad uniéndose al fervor del resto de las compañeras.

   No obstante le estaban traicionando por la espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca de sus aspiraciones, si hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la Virgen se le apareció en cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan catastrófico en que se hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento tiempo con el duro golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso podría estar en los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos de flores y haciendo milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y extraños, acrecentando en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose lo milagroso con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando que más temprano que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más urgentes, como la enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no llegando a pasar las de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba vivir peligrando el rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a un centro de caridad y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad en medio de la pandemia y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para seguir viviendo como Dios manda.

   A veces sopesaba Sor Virginia que hubiese sido mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a salvar almas currando por los campos de la vida, y haber creado un dulce nido con la pareja cumpliendo con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo criaturas el mundo, y de ese modo habría recibido una mayor estabilidad emocional, y a lo mejor una independencia de la que ahora carecía, más acorde con sus debilidades psíquicas y soñados ideales, no estando sometida a la presión de los votos que había profesado de pobreza, castidad y obediencia.

   Había momentos en los que se sentía reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su semblante, porque le iba dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos como los torcidos, que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran muchos los obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las mismas compañeras de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.

   -EL otro día por poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…  


Lucía Muñoz

                                              SOR CONSOLACIÓN

            ¡Ave María Purísima! Cada día me parece más pendiente esta cuesta de Santa Ana hasta llegar el convento.  Y pensar que la primera vez que la subí con veintiocho años lo hice a grandes zancadas cargada de una maleta de madera que pesaba como un marrano ahogado.

Sor Consolación deja las bolsas en el suelo para hacer un pequeño descanso y secarse el sudor de la frente con un pañuelo de tela blanco.  Después, mira a todos lados por si pasa a alguna vecina del barrio, pero solo ve a gente desconocida, ella piensa que son turistas de los muchos que visitan Granada.

Resignada, suspira y vuelve a coger las pesadas bolsas de la compra. Para darse ánimos piensa en Jesucristo que tuvo que subir al monte calvario con la pesada cruz a cuestas, herido y con la espalda llena de latigazos.  ¡Jesús, dame fuerzas porque me siento desfallecer!

Una jovencita de pelo rubio muy corto con varios pendientes en las orejas y un piercing en la nariz, va mirando su móvil tan distraída que choca con Sor Consolación que nada ha podido hacer para evitarla. Las bolsas caen al suelo y la monjita se tambalea, y si no se da de bruces con el asfalto, es porque la chica en un acto reflejo se aferra a ella de un brazo y consigue sostenerla.

-Lo siento señora- se disculpa la rubita. Sepa que por evitar que usted caiga al suelo mi móvil se me ha hecho ciscos – y le muestra la pantalla del móvil toda llena de arañazos y rajas.

-No, si encima habré tenido yo la culpa de todo. ¡Ay! Señor, Señor, lo qué hay que aguantar – exclama recomponiéndose la ropa y volviendo a coger las bolsas de la compra.

-No se enfade señora. Mire, para que vea que no soy mala persona, le voy a llevar las bolsas hasta donde usted viva.

Sor Consolación mira hacia el cielo que está de un azul intenso con los ojos muy abiertos y las manos juntas para dar gracias al cielo por el encontronazo, y piensa en aquel refrán que su abuela le decía de pequeñita, “Consuelito, Dios aprieta pero no ahoga”.


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