Escriben sobre la fotografía: Haydée Acosta, Marcos Marín, Vicky Fernández, José Guerrero y Lucía Muñoz
ADELAIDA
Hace varios años, en mis frecuentes
recorridos por el pueblo, tanto de mañana como de tarde, solía cruzármela con
su andar lento pero seguro, con su cara bondadosa y su voluntad santa, ofrecida
a una misión encomiable. Todos la conocíamos
y la saludábamos como “madre Adela”.
Era difícil no tenerla presente en tiempos en que la pobreza asolaba
muchas casas y ella asistía con sus desvelos a numerosas familias del
entorno. Entre los que daban y los que
recibían, siempre mediaba la figura de la madre Adela, que cargada con sus
bolsas, hacía de ángel guardián de cada casa.
Alguna vez pude ayudarla a repartir su peso en alguna cuesta o
escalinata, aunque ella nunca se quejaba y de primeras decía – no hija, no te
molestes, sigue a lo tuyo -. Pero el respeto y el agradecimiento a su tarea,
imponía insistirle hasta que aceptara la ayuda.
Pasó el tiempo y cambiaron las
rutinas. Poco a poco dejó de sonar su nombre en la boca de todos. Hoy, un amable recuerdo ha venido a
preguntarme ¿qué habrá sido de ella?
Marcos Marín
Sor María salió del monasterio
de mañana tras el rosario
Como cada año en pascuas
llevando las ricas pastas.
Por el camino empedrado
se dirigió al poblado
En el había un mercado
Para estas fiestas abarrotado.
Iva Sor María presto
por la plaza el pequeño puesto,
qué era la pastelería dónde sus roscas vendería.
Al mostrador fue a parar,
los dulces roscas puestas.
La docena a tres pesetas,
la pastelera se puso a vocear
En una hora vendido
Desde bien temprano
las clientas estaban esperando
con el cesto de mimbre en la mano.
Vicky Fernández
TODO POR DIOS Y POR LA VIRGEN
Vaya por
Dios y por la Virgen. Continuamente me encargan las tareas más fastidiosas.
Esto nos pasa a las monjas que venimos de baja cuna o pertenecer a familias
humildes, siempre ha sido así y lo será mientras el mundo sea mundo. Aunque
estemos en pleno siglo XXI, dentro de los viejos muros de este convento no ha
cambiado nada desde el año catapúm chimpún. Buena vidorra
que se pegaban las princesas y todas las nobles solteronas y viudas con mucha
dote que entraban en los conventos y monasterios, muchas por aburrimiento y
otras obligadas por sus familias y las mojas más pobres eran sus sirvientas. Lo
sé porque por todas las paredes están los retratos de las ricachonas.
Maldita la gracia que me hace salir a comprar a la calle y venir cargada. Antes, cuando yo era joven me gustaba hacerla porque veía a gente y salía de estos húmedos muros. Ahora, prefiero estar en mi celda calentita leyendo la biblia y la vida de los santos, o con las hermanas en la sala de costura. Ya estoy vieja y tengo la espalda hecha misto y puedo seguir sumando enfermedades, hipertensión, colesterol, frecuentes bronquitis, arritmia cardíaca y un largo etcétera. Ya estoy vieja para estos menesteres y medio cegata. No sé por qué tengo que ser yo la que haga las compras.
Bueno, para ser clara, lo que pasa es que las tres monjas y
las dos novicias que han ingresado últimamente en el convento son jóvenes
inmigrantes que vienen de África o de América latina. Hay una que es más negra
que el betún y ninguna de ellas se bandean muy bien por la ciudad ni por los
supermercados, por eso me toca a mí siempre la engorrosa compra. Además, ahora
hay solo supermercados y yo me lío con tantos productos en las estanterías.
Como no veo bien, me paso un buen rato leyendo el etiquetado para ver la
caducidad de los alimentos. Ya llevé en alguna ocasión productos a punto de
caducar y encima me regañaron. La madre superiora me dijo algo enfadada: Sor
María Encarnación de la Santa Cruz y de la Santísima Trinidad, un día de estos
nos vamos a envenenar todas. Y es que cuando se enfada conmigo me llama por
todos los nombres que me impusieron cuando ingresé en el convento. Mi nombre de
cuna es Trinidad y se me quedó el último. Pienso que cualquier día me da un
jamacuco en mitad de la calle de llevar tanto peso. ¡Ay Dios! No permitas que
me muera como un perro callejero. Ya le he pedido a la madre superiora que me
compre un carrito para llevar la compra como lleva todo el mundo, pues hasta se
han reído de mí las monjas más jóvenes cuando han escuchado mi petición. Me
dicen que cuándo se ha visto a una monja por la calle tirando de un carrito,
que haga un sacrificio por los que pasan hambre. Como si el no llevar carro ayudara
a de comer a los hambrientos
Yo es que
vine al mundo para pasar penalidades. A los doce años tuve que abandonar la
escuela y dedicarme a criar a mis cinco hermanos menores al morir mi madre en
el séptimo parto y mi padre me otorgó a dedo y sin pedir mi opinión el hacerme
cargo de una casa llena de mocosos llorones que siempre tenían la boca abierta
para pedir la comida que más bien escaseaba. Mi padre trabajaba de guarda
nocturno en una fábrica textil, lo que le obligaba a dormir durante el día. Yo
procuraba que mis hermanos hicieran el menor ruido posible en la casa cuando
dormía él, porque si lo despertaban se levantaba con muy mal humor, gritaba
como un energúmeno y pillaba palos el que más cerca tuviera.
Durante mi juventud, y hasta los
treinta años, no tuve más remedio que dedicarme a la crianza de mis hermanos,
como he contado antes. Cuando ellos cumplieron la mayoría de edad y fueron
abandonando la casa paterna, decidí fríamente no buscar pareja para no tener
hijos, pues, bastantes mocosos cuidé, y decidí ingresar en este convento que
estaba situado lejos de mi familia en la otra punta del país. En el que llevo ya
la friolera de cuarenta años, que se dice muy pronto. Mi idea del convento era
pasarme el día rezando, cantando y paseando por los claustros, dedicarme a la
vida contemplativa. Ilusa de mí, porque nada más entrar por los portalones de
este convento me colocaron a lavar platos y cacharros en la cocina y a fregar
suelos de rodillas, nada de palo de fregona. En aquel tiempo éramos muchas
monjas y había mucho trabajo porque se ensuciaba bastante tantas dependencias
que se utilizaban. Y es que entonces las mujeres eran piadosas creyentes, ahora
son todas ateas feministas. Actualmente somos ocho las monjas que vivimos en
una cuarta parte del convento. Las tres cuartas partes restantes se arrendó
para la instalación de un hotel de lujo. Que vaya habitaciones que han
construido, más quisieran las monjas ricachonas de los siglos pasados tener
esos aposentos.
¡Qué bien!
Ya he llegado. Estoy guarnía. Hoy le ofreceré este sacrificio de la compra a
Santa Teresa de Jesús, mi santa favorita. Todo sea por Dios y por la Virgen.
José Guerrero
SOR VIRGINIA
Iba sor Virginia con la cruz a cuestas por
la calle de la amargura, cual otro Cristo, cruzando uno de los parajes más
pintorescos y sugestivos de la ciudad, pero no era el momento propicio para
deleitarse contemplando bellezas sudando como iba la gota gorda, resultándole harto
pesada la carga, y no encontrarse físicamente en los mejores momentos.
Quizás unos años más joven el lastre hubiera
sido muy distinto, superando con otros aires más frescos y halagüeños sarampiones,
cuestas u onerosos costes, pero las circunstancias mandan. La Comunidad la
esperaba aquel día, cual pajarillos hambrientos en el nido, ansiosa por olisquear
las golosinas, entremeses e imperiosos manjares que transportaba.
Por la cabeza de Sor Virginia a buen seguro
que pasarían toda clase de pensamientos tales como, si hubiera tenido la suerte
de los pastorcillos de la Virgen de Fátima otro gallo le cantaría. Esa creencia
la guardaba interiormente como oro en paño, porque la aureola y fama de los
afortunados videntes habían traspasado fronteras, estando en boca de todos los púlpitos,
cenáculos y devotos del orbe, auspiciado y llevado todo en volandas por la fe
de la gente en la Virgen de Fátima.
Sor Virginia no podía subir a los altares de
ninguna de las maneras por muy bajitos que fuesen, ni por muchos viajes que realizase
acarreando comestibles u otros enseres que le reclamasen las obligaciones de la
Orden a la que pertenecía.
A veces cuando subía las duras rampas del
trayecto evocaba todos los santos del cielo y de la tierra, y el día en que tomó
los hábitos solemnemente a los pies del altar convirtiéndose en Sor Virginia,
aunque en las horas de oración y presencia del Santísimo y la Virgen de la
Consolación y de Fátima recibía venturosas caricias, energías y unas benditas
vitaminas que le impulsaban a proseguir en la brecha por el áspero camino,
purificándose de las impurezas que siempre, a pesar de su abnegada vida de sacrificio,
se resistían, y en ocasiones le faltaban las fuerzas, como le ocurrió un
Viernes Santo cuando tuvo que ir a comprar víveres para la Comunidad, a pesar
de los calambres y estragos del riñón que sufría, no pudiendo desentenderse de
tan apremiantes menesteres, ya que hubiese sido una bofetada a la Comunidad de
la abadía.
Aquel día acaecieron innumerables
contratiempos y una horrible tormenta que le pilló por lo más peligroso de la
travesía complicándole aún más las cosas, mientras las monjitas permanecían en
sus celdas esperando el toque de campana para acudir a la capilla a la
meditación, y luego entonar villancicos, hosannas, el Gaudeamus ígitur,
llevando a cabo los rezos del Ángelus y demás oraciones pertinentes.
A tales ejercicios religiosos no llegó a
tiempo ese día, pese al titánico esfuerzo por aligerar la marcha cortando por
las trochas, y asistir a los actos religiosos de la Comunidad uniéndose al fervor
del resto de las compañeras.
No obstante le estaban traicionando por la
espalda los pensares a Sor Virginia, elucubrando acerca de sus aspiraciones, si
hubiera sido ella la pastorcilla de Fátima a quien la Virgen se le apareció en
cuerpo y alma para darle la buena nueva del estado tan catastrófico en que se
hallaba sumido el mundo, como cuando llegó el turbulento tiempo con el duro
golpe del diluvio universal otra música sonaría, en tal caso podría estar en
los altares con toda probabilidad recibiendo plegarias, ramos de flores y haciendo
milagros a mansalva, siendo la admiración de propios y extraños, acrecentando
en los corazones de los creyentes la fe y la esperanza, mezclándose lo milagroso
con las ganas de comer, con el pan nuestro de cada día, imaginando que más temprano
que tarde sería atendida con creces en sus necesidades más urgentes, como la
enfermedad del Covid 19 o en las penurias económicas, no llegando a pasar las
de Caín, con el ambiente tan lamentable que le tocaba vivir peligrando el
rancho diario, porque de lo contrario tendrían que acudir a un centro de caridad
y auxilio social para saciar los estómagos de la Comunidad en medio de la pandemia
y el miedo reinante, sin fuerzas ni garantías para seguir viviendo como Dios manda.
A veces sopesaba Sor Virginia que hubiese sido
mejor haber colgado los hábitos, y haberse dedicado a salvar almas currando por
los campos de la vida, y haber creado un dulce nido con la pareja cumpliendo
con el mandato divino, creced y multiplicaos, trayendo criaturas el mundo, y de
ese modo habría recibido una mayor estabilidad emocional, y a lo mejor una independencia
de la que ahora carecía, más acorde con sus debilidades psíquicas y soñados
ideales, no estando sometida a la presión de los votos que había profesado de
pobreza, castidad y obediencia.
Había momentos en los que se sentía
reconfortada y feliz sirviendo a Dios, reflejándose en su semblante, porque le iba
dictando los pasos a seguir, aclarándole tanto los derechos como los torcidos,
que a través de los días iba tejiendo, aunque en verdad eran muchos los
obstáculos y adversidades que tenía en su contra, incluso de las mismas compañeras
de la Orden por rencillas, celos u otras pueriles zarandajas.
-EL otro día por poquito si no cuelgo los hábitos –farfullaba ella, porque un joven sacerdote con el que se confesó la trató con tanta ternura y delicadeza que le trasmitió un bálsamo cuasi divino, hasta el punto que se derritió en el confesionario llegando a no poder articular palabra, ni enderezar el esqueleto o mover las extremidades inferiores, encontrándose en un estado de éxtasis, y tuvo que levantarse a toda prisa el padre espiritual y llevarla en brazos a un reclinatorio, y al recibir el aliento del Espíritu Santo en tan comprometidas coyunturas fue reviviendo del penoso estado en el que se hallaba, no sabiéndose a ciencia cierta la causa, si fue por anemia o por unos efluvios místicos que le inoculara el padre confesor en las más sensibles fibras de su corazón, donde se cuece el guiso más suculento, la molla y otros irresistibles condimentos aún más exquisitos que hacen milagros, levitando las almas, llegando hasta el cielo, al paraíso de la felicidad…
Lucía Muñoz
SOR CONSOLACIÓN
¡Ave María Purísima! Cada día me parece
más pendiente esta cuesta de Santa Ana hasta llegar el convento. Y pensar que la primera vez que la subí con
veintiocho años lo hice a grandes zancadas cargada de una maleta de madera que
pesaba como un marrano ahogado.
Sor Consolación deja las bolsas en el
suelo para hacer un pequeño descanso y secarse el sudor de la frente con un
pañuelo de tela blanco. Después, mira a
todos lados por si pasa a alguna vecina del barrio, pero solo ve a gente
desconocida, ella piensa que son turistas de los muchos que visitan Granada.
Resignada, suspira y vuelve a coger las
pesadas bolsas de la compra. Para darse ánimos piensa en Jesucristo que tuvo
que subir al monte calvario con la pesada cruz a cuestas, herido y con la
espalda llena de latigazos. ¡Jesús, dame
fuerzas porque me siento desfallecer!
Una jovencita de pelo rubio muy corto
con varios pendientes en las orejas y un piercing en la nariz, va mirando su
móvil tan distraída que choca con Sor Consolación que nada ha podido hacer para
evitarla. Las bolsas caen al suelo y la monjita se tambalea, y si no se da de
bruces con el asfalto, es porque la chica en un acto reflejo se aferra a ella
de un brazo y consigue sostenerla.
-Lo siento señora- se disculpa la
rubita. Sepa que por evitar que usted caiga al suelo mi móvil se me ha hecho
ciscos – y le muestra la pantalla del móvil toda llena de arañazos y rajas.
-No, si encima habré tenido yo la culpa
de todo. ¡Ay! Señor, Señor, lo qué hay que aguantar – exclama recomponiéndose
la ropa y volviendo a coger las bolsas de la compra.
-No se enfade señora. Mire, para que vea
que no soy mala persona, le voy a llevar las bolsas hasta donde usted viva.
Sor Consolación mira hacia el cielo que está de un azul intenso con los ojos muy abiertos y las manos juntas para dar gracias al cielo por el encontronazo, y piensa en aquel refrán que su abuela le decía de pequeñita, “Consuelito, Dios aprieta pero no ahoga”.
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