lunes, 2 de noviembre de 2020

IMAGEN PARA ESCRIBIR, OCTUBRE, FOTOS 1 Y 2

 Escribe sobre estas fotos: Francisco López




Francisco López

Las hojas de los árboles colonizando el pavimento no puede ser más que el preludio del otoño. Sin embargo, nada es lo que parece, al menos en el más recóndito anaquel de la imaginación. Busquemos para ver que encontramos. En efecto, por aquí se observan los pelillos que se desprenden del cuerpo de cada uno de los ratones que han venido habitando el zaguán desde el momento en que aquel hombre abandono la casa para no volver jamás. Sí, aquel hombre que ahora contempla el ocaso de un día, que para él no trajo más que más fantasmas a su cabeza. Son los fantasmas del remordimiento, los que corroen las entrañas, los que hacen que entremos en un estado de ansiedad, desequilibrando nuestras constantes vitales, haciendo sentirnos peleles que se mueven con la más ligera brisa que nos zarandea. Ese estado se agrava con la soledad, que es lo que nuestro hombre inconscientemente ha elegido. Esperemos al final del relato, pero a mi me da que puede optar por el suicidio.

Vamos a retroceder. Habíamos empezado por comentar la fotoluci de la izquierda, es decir, la que nos ofrece un banco en primera plana rodeado de hojarasca en una calle que tiene un río. Bien. Miles de sitios puede describirse de esta manera, pero sí podemos decir que la foto tiene un tiempo, ya que aún, Luci utiliza tecnología manual para dejar impronta de su autoría. Haciendo un análisis espectrográfico de la foto y comparándolo con el correspondiente al realizado a los pelos de los ratones encontrados en el zaguán nos dice que el hombre de la fotoluci de la derecha bien podría ser el nieto del pintor que  llevo a cabo trabajos de restauración en la barandilla instalada a lo largo del río. Alguien, podría decir que se demuestre, que la cosa no está tan clara. Y tendría razón. Pero es la ciencia quien establece estas conclusiones, y no creo que nadie esté en condiciones de rebatir las razones científicas. ¡Faltaría más! 

Sigamos. De la fotoluci de la izquierda poco queda que decir salvo que tuviéramos opción de acudir de nuevo a la ciencia y pudiéramos determinar donde crecieron los árboles con los que se construyó el banco que se ve. Ciertamente, este es un asunto que desde un principio, desde que vi la fotoluci por primera vez, me inquietó, y en consecuencia me dinamicé consultando en el correspondiente negociado del ayuntamiento. Sin embargo, y desgraciadamente, el técnico que lo sabía falleció el año pasado, y ahora se encuentran en la más absoluta ignorancia al respecto. Insistí por la fundamental trascendencia del tema y logré que se abriera un expediente que investigue hasta el final. A título de cotilleo puedo adelantar que la señora de la limpieza me comentó que ella cree que los árboles procedían del Bosque de Iratí, ya que el señor alcalde tiene allí una explotación forestal. Obvio.

¡Que decir a estas alturas de la fotoluci de la derecha!

Bucólica a tope. Es todo un clásico. Es el genuino atardecer de los días veraniegos e incluso otoñales del Mediterráneo. Un idílico entorno que invita al suicidio. Para pasar a la otra vida, qué mejor situación que dejar ésta en el estado de relajación y serenidad que el que se logra en este lugar. Sin duda, mejor que en un hospital, residencia de mayores o en casa del yerno o nuera.

No obstante, es recomendable avisar a la familia o amigos y si no se tienen, a las autoridades, de que algo así puede ocurrir. Francamente, no recomiendo a nadie que por que no se enteren, uno pueda ser confundido con un indocumentado o lo que es peor que pueda ser devorado por algún animal.

Para la tranquilidad, y felices sueños de quién haya sido capaz de leer hasta aquí, os puedo confirmar, que ayer por la mañana este hombre seguía vivo. Que lo mate el que quiera. Yo paso, de momento. 

 

 

IMAGEN PARA ESCRIBIR, OCTUBRE, FOTO 2

 

Escriben sobre esta foto: Marcos Marín, Vicky Fernández y Paquita Díez

Marcos Marín

El cielo está nuboso

en la ribera fluvial,

baja el río caudaloso,

por la lluvia otoñal.

 

Al costado del curso,

vallado, delimitado,

el cauce resguardado,

hay un estrecho paso.

 

De placas de piedra enlosado,

el revestimiento del suelo

del concurrido paseo,

Con un espacio de césped a un lado.

 

Entre la hilera de bancos

caen las hojas secas

de los longevos plátanos,

por el viento dispersas.

 

Vicky Fernández

Una vez más llega el maldito otoño, la estación que más aborrezco. Muy bellos los árboles desnudos que tiran las hojas secas y amarillentas y cubren el suelo de la alameda, sí, precioso el otoño para el que no tiene que sufrirlo.

¿Qué le habrá pasado hoy a don Ramiro que no está sentado en su banco favorito? Él se pasa todas las mañanas que hace buen tiempo en este primer banco leyendo la prensa o resolviendo crucigramas. Le gusta saludarme y hablar un rato conmigo. El señor no se ha recuperado aún del ictus que le dio hace dos años, le tiemblan las piernas al caminar por lo que puede caerse fácilmente y su salud es bastante delicada. El hijo le da sus paseos y al terminar, lo deja sentado en este banco unas horas. Después, lo recoge el nieto. Espero que don Ramiro no haya tenido una recaída. Estaré pendiente al hijo para preguntarle.

Hace un año, más o menos, sí, era una tarde de principios de otoño. Me di cuenta que una anciana vestida de negro y que llevaba un carro de la compra, se quedó dormida sobre este mismo banco. Comenzó a lloviznar, y me quedé extrañado de que la señora no despertara. Poco a poco se le iba empapando su ropa y ella seguía quieta y sumida en un largo sueño Me acerqué para despertarla y que se guareciera de la lluvia que comenzaba a arreciar. La llamé primero suavemente, después le grité y al final le toqué en el hombro. Fue cuando se tambaleó sobre el lado derecho hasta que quedó tumbada en el banco. En ese momento me temí lo peor. Llamé a Urgencias, y nada más la reconoció el médico me comunicó que la señora había muerto, posiblemente de un infarto cardíaco. Me pidieron mi número de teléfono por si necesitaban hablar conmigo y para dárselo ellos a la policía.

La verdad es que yo podría escribir un libro sobre las historias que me ocurren en los bancos de la ciudad.

Por las noches, como todo el mundo se imagina, en los bancos duermen los vagabundos, ya cada uno tiene el suyo, se comportan como si fueran sus dueños. Si alguno intenta dormir en uno que no le corresponde se pueden llegar a agredir. Me entristece mucho verlos por las mañanas helados de frío sobre estas duras maderas, se cubren con una manta, y los que menos con un saco de dormir mugriento. No quiero imaginarme si yo tuviera que dormir al relente de la noche haga frío, calor o llueva, me sería insufrible. Más de un vagabundo ha amanecido tieso como un pajarito y he tenido que llamar a Urgencias. Se levantan del banco cuando empieza al despuntar el sol y en la vía pública van concurriendo viandantes y desaparecen hasta que no llega la noche.

A la mayoría de la gente le encanta el otoño y hasta componen poemas sobre el amarillear de los árboles y cómo el viento las hace revolotear, del alfombrado de las calles y plazas. Yo les prestaría mi escoba y mi recogedor un par de horas, a ver si seguían pensando lo mismo. Soy licenciado en Ciencias de la Información, y para poderme independizar de mis padres a mis treinta años he conseguido este trabajo provisional de barrendero municipal. Espero no jubilarme con la escoba


Paquita Díez

    Aquí me clavaron un mes de abril. Ya no me acuerdo de que año, pero ya llevo tiempo. Mi quietud a veces me aburre, pero otras veces me anima viendo pasar a la gente hablando, llorando riendo, de prisa, despacio, niños corriendo gritando, ancianos cabizbajos, anclados en sus pensamientos y para todos soy un banco, algo que hay ahí, estático, unas veces al sol, otras entre sol y sombra. Sólo se fijan en mí si me necesitan para descansar y aquí sigo solitario en esta foto que Luci me sacó sin mi permiso, rodeado de hojas que poco a poco van cayendo de los árboles en su ciclo normal todos los otoños. Después, el viento las arrastra y van acurrucándose unas contra otras como para consolarse en el punto final de su vida hasta desaparecer entre la basura. Algunas tienen otra suerte y pueden ser utilizadas como abono.

    A veces mi soledad es interrumpida por personas que se sientan encima sin saludarme. En invierno es más triste. A veces me paso días sin que nadie se acerque a mí. En primavera y verano es más alegre. Casi siempre hay alguien que me necesita y yo sigo sus conversaciones, sus jadeos, sus besos y a veces hasta hacen el amor encima de mí. Son los ancianos los que más me visitan. Los veo como se acercan fatigados, con cara triste, tirando de su pesado cuerpo, cayendo como plomo en mi regazo ¡Ay! Que ganas de encontrar un banco, se dicen para sí mismos. Así entre sol y sombra voy pasando la vida sin saber cuanto estaré aquí, pero será siempre igual, me pasarán por encima la lluvia, la nieve, el sol, la sombra, el viento, la primavera, el verano, el otoño y el invierno. Y así año tras año con acompañamiento de alguien o en la más profunda soledad.




UNA IMAGEN PARA ESCRIBIR MES DE OCTUBRE, FOTO 1

Escriben sobre esta primera fotografía: Haydée Acosta, Paquita Díez, Vicky Fernández, José Guerrero, Lucía Muñoz y Antonio Vera



 Haydée Acosta

ATARDECER

Como una puerta desde  la tierra al cielo

la roca enmarca una escalera de colores

que asciende desde la arena hasta la nube

salpicada de espumas trasparentes.

El hombre absorto trasciende su misterio

frente a un mar de horizontes infinitos.

Crece la luz perenne de la vida.

Cae el telón perfecto de la tarde


Paquita Díez

 Luis contemplaba una puesta de sol sentado en una roca a la entrada de una cueva observando el mar. El ir y venir de las olas acariciando la arena de la playa suavizando el ambiente y relajando los pensamientos de Luis, que en solitario rumiaba el drama que estaba pasando a consecuencia del grave accidente  que se había llevado por delante la vida de su esposa por su culpa. Salían de una fiesta con una copa de más, y su esposa le había insistido en coger un taxi, pero él  se había empeñado en coger el coche. Nunca superaría esa estúpida cabezonería solo por llevarla la contraria a Maribel, cosa que con frecuencia hacía, porque a él nadie le decía lo que tenia que hacer. Estúpido machista es lo que soy se repetía una y otra vez. Luis atormentándose y pidiendo perdón a Maribel desde la soledad en aquel lugar tan bonito e idílico imaginándose lo diferente que seria estar en ese momento con su amada tan cariñosa, comprensiva, pero a la vez tan rebelde y feminista. Así se le pasaban las horas pensando y pensando sin encontrar solución a su problema.


  Vicky Fernández

EL MAR, ESA FRONTERA

            A Ismail la visión del mar aún le sigue imponiendo y le causa pavor. Le trae recuerdos que quisiera borrar para siempre de su memoria. Le es imposible olvidar el día que siendo un adolescente salió de su hogar prácticamente con lo puesto y cruzó ese enfurecido mar que hoy está en calma. Él no decidió abandonar ni a su familia ni a sus amigos. Se sentía feliz en su pueblo rodeado de personas que lo querían y que lo aceptaban, aquí se siente rechazado por todos, lo nota en su piel cuando lo miran, aún no comprende el porqué del rechazo.

            A sus padres los convencieron, unos hombres de la capital que llegaron al pueblo, para que su hijo adolescente cruzara al continente europeo, y así, la familia pudiera salir de la miseria, como habían hecho otras familias. Sus padres lo veían como una gran oportunidad. A Ismail se le hizo un gran nudo en el vientre y en la garganta cuando sus padres se lo propusieron, además, habían reunido el dinero para pagar a los tratantes que harían posible el viaje a Europa donde tendría un trabajo y podría mandar dinero a casa.

            Pero desde el primer día de su partida se sintió solo y abandonado a su suerte. Lo peor fue navegar hacinado durante dos días con sus dos noches en una balsa hinchable con desconocidos y con mujeres y niños que lloraban por causa del frío y del hambre, una pequeña balsa que iba a la deriva por aquel desconocido y enfurecido mar. Muchos de aquellos temerosos compañeros de viaje huían del hambre, y otros buscaban refugio para salvar sus vidas de la barbarie en sus países arrasados por la avaricia de unos pocos y por la violencia. Estaba agotado y necesitaba dormir, pero las tres veces que cerró los ojos intentaron empujarlo al agua para aligerar peso en la zozobrante embarcación. Con muchas vicisitudes durante esos dos días pudieron llegar a la costa, pero nada más pisar la arena de la playa los detuvieron y él estuvo dos años en un centro de detención para menores no acompañados. De las experiencias tan traumáticas que vivió en aquel centro ha querido echar un velo o no podría seguir existiendo. Se escapó y estuvo vagabundeando por varios pueblos y ciudades buscando algo que echarse a la boca para comer y trabajó sin papeles en muchos lugares por una miseria, a veces, solo por un mal techo y comida. Gracias a una ONG que le arregló los papeles, encontró un trabajo con un sueldo digno. Ahora no se siente un ser despreciable ni un fugitivo. Su sueño es ahorrar y ver a sus padres, a sus cinco hermanos y a sus amigos que ya no serán tan adolescentes y habrán cambiado como él lo ha hecho, e incluso baraja la posibilidad de quedarse en su pueblo, aunque viva en la pobreza.

            Ismail cada atardecer se sube a la roca del acantilado para intentar divisar en el horizonte las costas africanas y así sentirse más cerca de los suyos. Quiere ver la otra orilla del mar que hace cuatro años que abandonó. Necesita contemplar, aunque sea con miedo, ese mar grisáceo metalizado y ese cielo en los que hoy se ha matizado de colores fucsia y violeta sobre el amarillo y naranja, un mar y un cielo que lo separa y lo une a sus familiares y amigos.


   José Guerrero

                     Se oían a lo lejos los ecos…

   Se oían a lo lejos los ecos de una vieja canción, “paseando mi soledad por la playa de Marbella/ yo te vi” … como un presagio, y con la chistorra de la tierra siempre consigo se detuvo Bonifacio en un café según caminaba por un bulevar, cavilando sobre la muchacha que conoció en la feria marbellí.

   Las indagaciones que llevó a cabo Bonifacio no le dieron resultado, pese a los millones de pasos que dio. Y tras deliberar sobre el asunto, decidió quedarse a dormir el fin de semana en un hotel de esa calle, con las esperanzas puestas en encontrarla por algún rincón o tugurio nocturno de los que frecuentaron, pero la suerte no le acompañó.

    Sí vio en cambio al mendigo que dormía entre unos cartones junto a un portal semiderruido mostrando un rostro feliz alegrando el día, y recordaba los cigarrillos con que lo había obsequiado, así como los comentarios acerca de la vida y motivos que empujan a las personas a vivir en la calle. El mendigo tenía todos los cálculos configurados en el blog de su vida, así como las posibles rutas a seguir por el horizonte de la existencia.

   Pensaba Boni que la vida es un martirio, un teatro, un montón de contradicciones e imposiciones que a nada conducen en la mayoría de los casos, y que el menesteroso con el perro y la mochila a cuestas no precisaba de nada más para sentirse reconfortado, tan sólo algo que echarse a la boca para matar el hambre.

   Más adelante por veleidades del destino Boni se quedó en la ruina, y emigró a Alemania buscando un futuro mejor, y al poco tiempo de estar navegando por aquellos teutónicos parajes se enamoró perdidamente instalando el nido en Berlín, donde ejercía su trabajo, y se cumplió el refrán, boda y mortaja del cielo baja, encontrando allí su media naranja.

    Estuvieron viviendo en distintos lugares de la ciudad, y finalmente se establecieron en la calle de los Enamorados, el nombre se debe a una leyenda del lugar que habla de unos amantes que vivieron en un período de entre guerras brotando entre la barbarie el amor, quedando como testigo el mencionado topónimo.

   En aquellos años de abundancia la vida le sonreía a Boni, sintiéndose el más feliz del mundo. Todo le salía a pedir de boca, gozando de un paraíso personal, pero tanta tranquilidad y bonanza llegó a empalagar a Boni hasta el punto que ya le aburría, no encontrando algo que le motivara o entretuviese cayendo en el más profundo tedio.

  Un día, sin esperarlo, se personó la policía germana en su domicilio y sin mediar palabra lo esposaron sin más explicaciones, y le llevaron en el vehículo policial a los calabozos del distrito; al parecer se debió a una confusión, por la sospecha de que fuera un testaferro más del mismo Hitler, cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras, pero quedó absuelto a los pocos días.

   Con el paso del tiempo se agrietan los tejados de las casas y ceden los cimientos apareciendo arrugas en la mirada, en los sentires. El caso era que las relaciones de la pareja se fueron enfriando como el viento berlinés generándose entre ellos una montaña de malentendidos, insultos y desaires impidiendo la convivencia, echando cada uno por su lado de mutuo acuerdo.

   Un día de primavera Boni, frisando los sesenta, se encontraba en vías de la prejubilación, cuando le tocó el premio gordo del Euromillón. Tan súbito advenimiento con la ingente cantidad de dinero le pilló con el paso cambiado y perturbó sobremanera, torciéndole los planes, y decidió irse a vivir a Marbella remedando a los jeques árabes, evocando aquella melodía que tantos buenos recuerdos le traían a la memoria.

   Según trascurrían los días no sabía en qué invertir el tiempo ni el dinero, o a qué empresa o actividad dedicarse ahora. En sus relaciones sociales con fiestas, francachelas y guateques puso todo el empeño, pero donde lo tuvo más claro fue en enamorarse de una italiana de ojos tentadores y arrollador estilo llegando a no poder levantarse del asiento ni dar un paso sin su aprobación, comportamiento a todas luces impropio y raro del proceder humano, convirtiéndose en una perturbadora obsesión en su vida.

   No había corbata, gafas o zapatos por los que no le montase ella una bronca, por considerar que no se adaptaba a la moda o a sus gustos preferidos. Eran tan enormes los problemas e inquietudes que le aquejaban que cansado del mundanal ruido se retiró a un pueblito de la India buscando paz interior haciéndose monje budista, rapándose el pelo y luciendo sandalias y túnica.

   Allí cambió su visión del universo, y los pensamientos iban poco a poco tomando cuerpo, encontrando lo que buscaba, un mundo de aguas tranquilas y la creencia en él mismo, aceptando sólo aquello que le diese sentido a la vida.

   Dos décadas pasó entregado a la meditación y servicio al Supremo Buda, cosa que aceptó de buen grado para desintoxicarse y reencontrarse consigo mismo, y una vez restañados los desconchones síquicos, volver al mundo de los vivos, al ajetreado picoteo de los ecos mundanos y alegres movidas, arrojándose de cabeza a la corriente de los días viajando a los más prestigiosos lugares: Londres, París, Nueva York, las Vegas, etc…, pero donde recaló más ufano y placentero con un espíritu nuevo fue en Marbella.

   Allí se compró Boni un piso de lujo, cosa que no le producía ningún perjuicio pecuniario, y no encontraba tampoco el suficiente tiempo ni alocadas diversiones para fundirlo. Una tarde que invitaba a pasear salió a estirar las piernas por las calles del centro urbano, cuando de sopetón vislumbró en la esquina de una calle a Daniella tan radiante y bella como siempre vendiendo flores en un tenderete el día de los Santos, y se saludaron amablemente, deseándole lo mejor. 

   Mas según pasaban los meses y los años le apretaba más si cabe el zapato a Boni, y los trinos de las avecillas no le deleitaban tanto, acaso fuese por ir perdiendo audición o agilidad mental, no encontrando lo que ansiaba pese a sus desorbitados caudales, y es que hay cosas que ni se compran ni se venden.

   Mientras tanto la vida sigue, y algunos fines de semana fletaba una avioneta rumbo a Venecia o al casino de Montecarlo entreteniéndose en sus juegos preferidos, o echando tal vez una cana al aire, mas es de sobra conocido que los despilfarros no son buenos consejeros, causando cuando menos se espera un fatal desenlace.

   A la sazón le seguía los pasos una mafia de estafadores que se le cruzó en su camino secuestrándolo en el preciso momento en que se disponía a ir a los carnavales de Venecia, exigiéndole una cuantiosa suma por el rescate, acarreándole unas terribles convulsiones y no pocas noches de insomnio. Los delincuentes sabían de buena tinta que Bonifacio nadaba en la abundancia, de manera que le obligaban a desembolsar un dineral, si quería salir airoso del agujero en que lo habían metido.

   Estando preso pasaban por su mente los más extraños pensares y un carrusel de remembranzas de toda índole, como los versos del monólogo de Segismundo de La vida es sueño de Calderón: ¡Ay, mísero de mí, ay infelice!/, apurar cielos pretendo/ ya que me tratáis así/, qué delito cometí/ contra vosotros naciendo/, aunque si nací ya entiendo//” … o la pléyade de escritores que en los momentos más álgidos de su suplicio alumbraron no pocas joyas inmortales, pasando a la historia como lo más saneado de la literatura universal.

   Pero los aires de Boni no transitaban por esos derroteros, pues no poseía arrestos ni el duende para elevar el espíritu y estrujarse las meninges, sacando provecho a las horas muertas que pasaba en la lóbrega mazmorra.

   Las noches se le hacían eternas, e imaginaba en sueños salidas felices a lugares paradisíacos, alimentando envidiables proyectos. Un día tuvo la idea de sobornar a los tres guardianes del confinamiento, dándose a la fuga en un helicóptero con la escolta, y se plantaron en una isla solitaria de las Maldivas rodeándose de fieles servidores, con el lema, poderoso caballero es don dinero, viviendo como reyes tras la rocambolesca odisea.

   Allí trascurrían sus días disfrutando del buen yantar, los encantos del lugar y el benigno clima, pero como el oleaje del mar de la vida es tan cambiante y muda a veces en un suspiro, ocurrió que la ola de felicidad crujió de golpe, y un repentino tornado se los tragó y nunca más se supo de ellos, resultando inútiles los esfuerzos para rescatar sus cuerpos.

   Por tales avatares del destino pasará a la historia Bonifacio con esos insondables rotos, semblanza que a nadie engorda ni enorgullece llevar en la solapa.

   No hay que olvidar las aventuras del bueno de Boni, que según se supo por unos maltratados documentos encontrados en una redada de la policía por las henrico tabernas, que había sido secuestrado por Eta y confinado en un zulo.

   La vida da tantas vueltas que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será la última gota de agonía, o las primicias de una súbita alegría.


Lucía Muñoz

Sentado sobre una roca, a la orilla del mar, Javier observa el atardecer como si fuese un milagro. Tras los duros días de encierro impuesto por culpa del coronavirus, piensa en cómo le ha cambiado la vida y se pregunta ¿Cuál es la nueva realidad?  ¿Cuál es su nueva realidad?

Por lo pronto tiene que mascarilla, lavarse las manos continuamente, quitarse la ropa nada más llegar a casa y ponerla al sol o meterla en la lavadora a 45 grados. No tener contacto físico con nadie que no sea su propia pareja, pero como no la tiene, no puede dar un abrazo, besar o acariciar a nadie. Ni tan siquiera puede acercarse a menos de un metro de otra persona. Y todo eso se lo han impuesto, y él lo acata como el esclavo acata que le den latigazos.

Mientras el sol es engullido por las montañas Javier siente nostalgia, miedo, inseguridad… no sabe si volverá a trabajar ya que es camarero, y el restaurante donde trabajaba permanece cerrado y sin previsiones de abrir.

Observa melancólico el vuelo de una gaviota y siente envidia de ella. Coge una piedra suelta de la roca y con rabia se la lanza sin éxito, y ésta emite un graznido semejante a una carcajada que irrita aún más a Javier que se pone en pie y grita: ¡será cabrona la gaviota!

Las primeras estrellas surgen del cielo bermellón y Javier baja de la roca, camina cabizbajo y descalzo por la orilla. La frescura del agua le alivia la tensión que tiene acumulada desde hace muchos días. De pronto abre los brazos, toma aire impregnado su interior de salitre y echa a correr hasta quedarse sin aliento. Agitado y tosiendo se sienta sobre la fría y húmeda arena.

Un ruido cercado le hace mirar hacia la izquierda, se sonroja al ver a un municipal que se le acerca y hace señales con la mano.

-Oiga, la mascarilla, no lleva usted puesta la mascarilla.

Javier, muy nervioso, pide disculpas. Se siente fatal, como si hubiese realizado un acto impúdico o hubiese cometido un delito grave.  Se palpa el bolsillo izquierdo, saca su mascarilla y temblando se la coloca, aliviado.

-La próxima vez podría costarle una multa de hasta 300 euros – le dice muy serio el municipal.

Javier asiente sin pronunciar palabra alguna. Ha tenido suerte de que no lo haya multado.

Con el estómago encogido ve alejarse al municipal. La luz del día ha desaparecido y en su puesto se han encendido las farolas del paseo marítimo. Apenas hay gente paseando o haciendo ejercicio. A Javier le parece estar inmerso en una pesadilla de la que pronto despertará, pero sabe que no es así, no puede engañarse a sí mismo.

Lleno de melancolía echa un último vistazo al mar ahora oscurecido por la noche. Toma aire, recoge un puñado de arena y se la mete en el bolsillo donde antes guardaba la mascarilla pensado que puede que mañana prohíban hasta pasear por la playa.




Antonio Vera

Otoño frente a su mar de siempre, sentado en su roca familiar, conmovido por la magia que el sol, medio hundido en el horizonte, arranca en el cielo, en el mar, deja vagar su mirada interrogante y preocupada por las suaves ondas del agua, hoy su oráculo personal. Qué será de mí, de mi familia mañana ? Cuándo acabará este mal ? A principio del verano lo decían controlado, pero llegado el otoño vamos a peor, a peor, a peor. Cada vez más contagios, más enfermos, más muertes, más incertidumbre. Las olas alegres de su infancia, las olas de su juventud pletórica, las olas de su sensata madurez, son hoy olas interrogantes, misteriosas, insondables.