Haydée Acosta
ATARDECER
Como una puerta desde
la tierra al cielo
la roca enmarca una escalera de colores
que asciende desde la arena hasta la nube
salpicada de espumas trasparentes.
El hombre absorto trasciende su misterio
frente a un mar de horizontes infinitos.
Crece la luz perenne de la vida.
Cae el telón perfecto de la tarde
Paquita Díez
Luis contemplaba una puesta de sol sentado en una roca a la entrada de una cueva observando el mar. El ir y venir de las olas acariciando la arena de la playa suavizando el ambiente y relajando los pensamientos de Luis, que en solitario rumiaba el drama que estaba pasando a consecuencia del grave accidente que se había llevado por delante la vida de su esposa por su culpa. Salían de una fiesta con una copa de más, y su esposa le había insistido en coger un taxi, pero él se había empeñado en coger el coche. Nunca superaría esa estúpida cabezonería solo por llevarla la contraria a Maribel, cosa que con frecuencia hacía, porque a él nadie le decía lo que tenia que hacer. Estúpido machista es lo que soy se repetía una y otra vez. Luis atormentándose y pidiendo perdón a Maribel desde la soledad en aquel lugar tan bonito e idílico imaginándose lo diferente que seria estar en ese momento con su amada tan cariñosa, comprensiva, pero a la vez tan rebelde y feminista. Así se le pasaban las horas pensando y pensando sin encontrar solución a su problema.
Vicky Fernández
EL
MAR, ESA FRONTERA
A Ismail la visión del mar aún le
sigue imponiendo y le causa pavor. Le trae recuerdos que quisiera borrar para
siempre de su memoria. Le es imposible olvidar el día que siendo un adolescente
salió de su hogar prácticamente con lo puesto y cruzó ese enfurecido mar que
hoy está en calma. Él no decidió abandonar ni a su familia ni a sus amigos. Se
sentía feliz en su pueblo rodeado de personas que lo querían y que lo
aceptaban, aquí se siente rechazado por todos, lo nota en su piel cuando lo
miran, aún no comprende el porqué del rechazo.
A sus padres los convencieron, unos
hombres de la capital que llegaron al pueblo, para que su hijo adolescente
cruzara al continente europeo, y así, la familia pudiera salir de la miseria,
como habían hecho otras familias. Sus padres lo veían como una gran
oportunidad. A Ismail se le hizo un gran nudo en el vientre y en la garganta cuando
sus padres se lo propusieron, además, habían reunido el dinero para pagar a los
tratantes que harían posible el viaje a Europa donde tendría un trabajo y
podría mandar dinero a casa.
Pero desde el primer día de su
partida se sintió solo y abandonado a su suerte. Lo peor fue navegar hacinado
durante dos días con sus dos noches en una balsa hinchable con desconocidos y
con mujeres y niños que lloraban por causa del frío y del hambre, una pequeña
balsa que iba a la deriva por aquel desconocido y enfurecido mar. Muchos de
aquellos temerosos compañeros de viaje huían del hambre, y otros buscaban
refugio para salvar sus vidas de la barbarie en sus países arrasados por la
avaricia de unos pocos y por la violencia. Estaba agotado y necesitaba dormir,
pero las tres veces que cerró los ojos intentaron empujarlo al agua para
aligerar peso en la zozobrante embarcación. Con muchas vicisitudes durante esos
dos días pudieron llegar a la costa, pero nada más pisar la arena de la playa
los detuvieron y él estuvo dos años en un centro de detención para menores no
acompañados. De las experiencias tan traumáticas que vivió en aquel centro ha
querido echar un velo o no podría seguir existiendo. Se escapó y estuvo
vagabundeando por varios pueblos y ciudades buscando algo que echarse a la boca
para comer y trabajó sin papeles en muchos lugares por una miseria, a veces,
solo por un mal techo y comida. Gracias a una ONG que le arregló los papeles, encontró
un trabajo con un sueldo digno. Ahora no se siente un ser despreciable ni un
fugitivo. Su sueño es ahorrar y ver a sus padres, a sus cinco hermanos y a sus
amigos que ya no serán tan adolescentes y habrán cambiado como él lo ha hecho,
e incluso baraja la posibilidad de quedarse en su pueblo, aunque viva en la
pobreza.
Ismail cada atardecer se sube a la
roca del acantilado para intentar divisar en el horizonte las costas africanas
y así sentirse más cerca de los suyos. Quiere ver la otra orilla del mar que
hace cuatro años que abandonó. Necesita contemplar, aunque sea con miedo, ese
mar grisáceo metalizado y ese cielo en los que hoy se ha matizado de colores
fucsia y violeta sobre el amarillo y naranja, un mar y un cielo que lo separa y
lo une a sus familiares y amigos.
José Guerrero
Se oían a lo lejos los ecos…
Se oían a lo lejos los ecos de una vieja canción, “paseando mi soledad
por la playa de Marbella/ yo te vi” … como un presagio, y con la chistorra de
la tierra siempre consigo se detuvo Bonifacio en un café según caminaba por un
bulevar, cavilando sobre la muchacha que conoció en la feria marbellí.
Las indagaciones que llevó a cabo Bonifacio no le dieron resultado, pese
a los millones de pasos que dio. Y tras deliberar sobre el asunto, decidió
quedarse a dormir el fin de semana en un hotel de esa calle, con las esperanzas
puestas en encontrarla por algún rincón o tugurio nocturno de los que frecuentaron,
pero la suerte no le acompañó.
Sí vio en cambio al mendigo que dormía entre unos cartones junto a un
portal semiderruido mostrando un rostro feliz alegrando el día, y recordaba los
cigarrillos con que lo había obsequiado, así como los comentarios acerca de la
vida y motivos que empujan a las personas a vivir en la calle. El mendigo tenía
todos los cálculos configurados en el blog de su vida, así como las posibles rutas
a seguir por el horizonte de la existencia.
Pensaba Boni que la vida es un martirio, un teatro, un montón de contradicciones
e imposiciones que a nada conducen en la mayoría de los casos, y que el
menesteroso con el perro y la mochila a cuestas no precisaba de nada más para
sentirse reconfortado, tan sólo algo que echarse a la boca para matar el hambre.
Más adelante por veleidades del destino Boni se quedó en la ruina, y emigró
a Alemania buscando un futuro mejor, y al poco tiempo de estar navegando por
aquellos teutónicos parajes se enamoró perdidamente instalando el nido en Berlín,
donde ejercía su trabajo, y se cumplió el refrán, boda y mortaja del cielo baja, encontrando allí su media naranja.
Estuvieron viviendo en distintos lugares de la ciudad, y finalmente se
establecieron en la calle de los Enamorados, el nombre se debe a una leyenda
del lugar que habla de unos amantes que vivieron en un período de entre guerras
brotando entre la barbarie el amor, quedando como testigo el mencionado topónimo.
En aquellos años de abundancia la vida le sonreía a Boni, sintiéndose el
más feliz del mundo. Todo le salía a pedir de boca, gozando de un paraíso
personal, pero tanta tranquilidad y bonanza llegó a empalagar a Boni hasta el
punto que ya le aburría, no encontrando algo que le motivara o entretuviese cayendo
en el más profundo tedio.
Un día, sin esperarlo, se personó la policía germana en su domicilio y sin
mediar palabra lo esposaron sin más explicaciones, y le llevaron en el vehículo
policial a los calabozos del distrito; al parecer se debió a una confusión, por
la sospecha de que fuera un testaferro más del mismo Hitler, cosas veredes, amigo Sancho, que farán
fablar las piedras, pero quedó absuelto a los pocos días.
Con el paso del tiempo se agrietan los tejados de las casas y ceden los cimientos
apareciendo arrugas en la mirada, en los sentires. El caso era que las
relaciones de la pareja se fueron enfriando como el viento berlinés generándose
entre ellos una montaña de malentendidos, insultos y desaires impidiendo la
convivencia, echando cada uno por su lado de mutuo acuerdo.
Un día de primavera Boni, frisando los sesenta, se encontraba en vías de
la prejubilación, cuando le tocó el premio gordo del Euromillón. Tan súbito
advenimiento con la ingente cantidad de dinero le pilló con el paso cambiado y
perturbó sobremanera, torciéndole los planes, y decidió irse a vivir a Marbella
remedando a los jeques árabes, evocando aquella melodía que tantos buenos recuerdos
le traían a la memoria.
Según trascurrían los días no sabía en qué invertir el tiempo ni el
dinero, o a qué empresa o actividad dedicarse ahora. En sus relaciones sociales
con fiestas, francachelas y guateques puso todo el empeño, pero donde lo tuvo más
claro fue en enamorarse de una italiana de ojos tentadores y arrollador estilo
llegando a no poder levantarse del asiento ni dar un paso sin su aprobación, comportamiento
a todas luces impropio y raro del proceder humano, convirtiéndose en una perturbadora
obsesión en su vida.
No había corbata, gafas o zapatos por los que no le montase ella una
bronca, por considerar que no se adaptaba a la moda o a sus gustos preferidos. Eran
tan enormes los problemas e inquietudes que le aquejaban que cansado del
mundanal ruido se retiró a un pueblito de la India buscando paz interior
haciéndose monje budista, rapándose el pelo y luciendo sandalias y túnica.
Allí cambió su visión del universo, y los pensamientos iban poco a poco
tomando cuerpo, encontrando lo que buscaba, un mundo de aguas tranquilas y la
creencia en él mismo, aceptando sólo aquello que le diese sentido a la vida.
Dos décadas pasó entregado a la meditación y servicio al Supremo Buda, cosa
que aceptó de buen grado para desintoxicarse y reencontrarse consigo mismo, y una
vez restañados los desconchones síquicos, volver al mundo de los vivos, al ajetreado
picoteo de los ecos mundanos y alegres movidas, arrojándose de cabeza a la
corriente de los días viajando a los más prestigiosos lugares: Londres, París,
Nueva York, las Vegas, etc…, pero donde recaló más ufano y placentero con un espíritu
nuevo fue en Marbella.
Allí se compró Boni un piso de lujo, cosa que no le producía ningún
perjuicio pecuniario, y no encontraba tampoco el suficiente tiempo ni alocadas
diversiones para fundirlo. Una tarde que invitaba a pasear salió a estirar las
piernas por las calles del centro urbano, cuando de sopetón vislumbró en la
esquina de una calle a Daniella tan radiante y bella como siempre vendiendo
flores en un tenderete el día de los Santos, y se saludaron amablemente,
deseándole lo mejor.
Mas según pasaban los meses y los años le apretaba más si cabe el zapato
a Boni, y los trinos de las avecillas no le deleitaban tanto, acaso fuese por
ir perdiendo audición o agilidad mental, no encontrando lo que ansiaba pese a
sus desorbitados caudales, y es que hay cosas que ni se compran ni se venden.
Mientras tanto la vida sigue, y algunos fines de semana fletaba una
avioneta rumbo a Venecia o al casino de Montecarlo entreteniéndose en sus
juegos preferidos, o echando tal vez una cana al aire, mas es de sobra conocido
que los despilfarros no son buenos consejeros, causando cuando menos se espera un
fatal desenlace.
A la sazón le seguía los pasos una mafia de estafadores que se le cruzó
en su camino secuestrándolo en el preciso momento en que se disponía a ir a los
carnavales de Venecia, exigiéndole una cuantiosa suma por el rescate, acarreándole
unas terribles convulsiones y no pocas noches de insomnio. Los delincuentes
sabían de buena tinta que Bonifacio nadaba en la abundancia, de manera que le
obligaban a desembolsar un dineral, si quería salir airoso del agujero en que
lo habían metido.
Estando preso pasaban por su mente los más extraños pensares y un
carrusel de remembranzas de toda índole, como los versos del monólogo de
Segismundo de La vida es sueño de Calderón: ¡Ay, mísero de mí, ay infelice!/,
apurar cielos pretendo/ ya que me tratáis así/, qué delito cometí/ contra
vosotros naciendo/, aunque si nací ya entiendo//” … o la pléyade de escritores
que en los momentos más álgidos de su suplicio alumbraron no pocas joyas
inmortales, pasando a la historia como lo más saneado de la literatura universal.
Pero los aires de Boni no transitaban por esos derroteros, pues no poseía
arrestos ni el duende para elevar el espíritu y estrujarse las meninges, sacando
provecho a las horas muertas que pasaba en la lóbrega mazmorra.
Las
noches se le hacían eternas, e imaginaba en sueños salidas felices a lugares paradisíacos,
alimentando envidiables proyectos. Un día tuvo la idea de sobornar a los tres
guardianes del confinamiento, dándose a la fuga en un helicóptero con la
escolta, y se plantaron en una isla solitaria de las Maldivas rodeándose de
fieles servidores, con el lema, poderoso
caballero es don dinero, viviendo como reyes tras la rocambolesca odisea.
Allí trascurrían sus días disfrutando del buen yantar, los encantos del
lugar y el benigno clima, pero como el oleaje del mar de la vida es tan
cambiante y muda a veces en un suspiro, ocurrió que la ola de felicidad crujió
de golpe, y un repentino tornado se los tragó y nunca más se supo de ellos, resultando
inútiles los esfuerzos para rescatar sus cuerpos.
Por tales avatares del destino pasará a la historia Bonifacio con esos
insondables rotos, semblanza que a nadie engorda ni enorgullece llevar en la
solapa.
No hay que olvidar las aventuras del bueno de Boni, que según se supo por
unos maltratados documentos encontrados en una redada de la policía por las henrico
tabernas, que había sido secuestrado por Eta y confinado en un zulo.
La vida da tantas vueltas que nunca se sabe a ciencia cierta cuál será la última gota de agonía, o las primicias de una súbita alegría.
Lucía Muñoz
Sentado
sobre una roca, a la orilla del mar, Javier observa el atardecer como si fuese
un milagro. Tras los duros días de encierro impuesto por culpa del coronavirus, piensa en
cómo le ha cambiado la vida y se pregunta ¿Cuál es la nueva realidad? ¿Cuál es su nueva realidad?
Por lo
pronto tiene que mascarilla, lavarse las manos continuamente, quitarse la ropa
nada más llegar a casa y ponerla al sol o meterla en la lavadora a 45 grados.
No tener contacto físico con nadie que no sea su propia pareja, pero como no la
tiene, no puede dar un abrazo, besar o acariciar a nadie. Ni tan siquiera puede
acercarse a menos de un metro de otra persona. Y todo eso se lo han impuesto, y
él lo acata como el esclavo acata que le den latigazos.
Mientras el
sol es engullido por las montañas Javier siente nostalgia, miedo, inseguridad… no
sabe si volverá a trabajar ya que es camarero, y el restaurante donde trabajaba
permanece cerrado y sin previsiones de abrir.
Observa
melancólico el vuelo de una gaviota y siente envidia de ella. Coge una piedra
suelta de la roca y con rabia se la lanza sin éxito, y ésta emite un graznido semejante
a una carcajada que irrita aún más a Javier que se pone en pie y grita: ¡será
cabrona la gaviota!
Las primeras
estrellas surgen del cielo bermellón y Javier baja de la roca, camina cabizbajo
y descalzo por la orilla. La frescura del agua le alivia la tensión que tiene
acumulada desde hace muchos días. De pronto abre los brazos, toma aire impregnado
su interior de salitre y echa a correr hasta quedarse sin aliento. Agitado y
tosiendo se sienta sobre la fría y húmeda arena.
Un ruido
cercado le hace mirar hacia la izquierda, se sonroja al ver a un municipal que se
le acerca y hace señales con la mano.
-Oiga, la
mascarilla, no lleva usted puesta la mascarilla.
Javier,
muy nervioso, pide disculpas. Se siente fatal, como si hubiese realizado un
acto impúdico o hubiese cometido un delito grave. Se palpa el bolsillo izquierdo, saca su mascarilla
y temblando se la coloca, aliviado.
-La próxima
vez podría costarle una multa de hasta 300 euros – le dice muy serio el municipal.
Javier
asiente sin pronunciar palabra alguna. Ha tenido suerte de que no lo haya
multado.
Con el estómago
encogido ve alejarse al municipal. La luz del día ha desaparecido y en su
puesto se han encendido las farolas del paseo marítimo. Apenas hay gente
paseando o haciendo ejercicio. A Javier le parece estar inmerso en una
pesadilla de la que pronto despertará, pero sabe que no es así, no puede
engañarse a sí mismo.
Lleno de melancolía echa un último vistazo al mar ahora oscurecido por la noche. Toma aire, recoge un puñado de arena y se la mete en el bolsillo donde antes guardaba la mascarilla pensado que puede que mañana prohíban hasta pasear por la playa.
Antonio Vera
Otoño frente a su mar de siempre, sentado en su roca familiar, conmovido por la magia que el sol, medio hundido en el horizonte, arranca en el cielo, en el mar, deja vagar su mirada interrogante y preocupada por las suaves ondas del agua, hoy su oráculo personal. Qué será de mí, de mi familia mañana ? Cuándo acabará este mal ? A principio del verano lo decían controlado, pero llegado el otoño vamos a peor, a peor, a peor. Cada vez más contagios, más enfermos, más muertes, más incertidumbre. Las olas alegres de su infancia, las olas de su juventud pletórica, las olas de su sensata madurez, son hoy olas interrogantes, misteriosas, insondables.
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