Y TRIUNFÓ EL AMOR
Celia estaba
nerviosa, escribiendo un mensaje a Jorge, su novio, para ella el hombre de su
vida. Lo había conocido en el cumpleaños de su amiga Rebeca. Enseguida
conectaron, tenían gustos similares como leer, escuchar música y el cine.
Empezaron
a ir juntos a varios eventos y lo que más les gustaba, a los estrenos de
películas.
Celia no dejaba de mirar el reloj de
las pantallas del aeropuerto, no comprendía cómo todavía no había llegado, el
avión no iba a esperar. El móvil de Jorge estaba apagado, cosa rara en él. No
dejaba de mirar, inquieta, la puerta del control de seguridad y nada, ni rastro
de Jorge.
Al
oír la llamada por megafonía anunciando su salida, su angustia creció. Pero no
podía esperar más y no tuvo más remedio que embarcar. Con ojos llorosos, buscó
su asiento. Cuando lo encontró se sitió aliviada, no había nadie a su lado.
Empezó a sollozar sin poder remediarlo, sus lágrimas caían amargamente. No
concebía que después de decirle una y otra vez que la quería, no fuese ni a
despedirla.
Celia había aprobado unas
oposiciones de la Unión Europea y tuvo que mudarse a Bruselas, por lo pronto un
año.
Él
y ella lo habían hablado y los dos estaban de acuerdo. Si le iba bien a Celia,
él haría lo posible para trasladarse también allí.
Él era gerente de la empresa de su
padre. Su idea era expandirse e instalarse en Bruselas con Celia, si todo le
iba bien, claro está.
Con el zumbido de los motores,
mirando por la ventana, empezó a recordar los meses vividos con él, ¿Qué había
cambiado? Y sobre todo, porqué la dejó esperando y sin decirle nada, ni
siquiera un adiós.
Llegó
a Bruselas por la mañana, hacía un día triste y lluvioso como estaba ella,
triste, en su rostro se fundían las lágrimas y el agua .
Una amiga iba a ir a buscarla. Ella
fue la que le animó a presentarse a las oposiciones. María llevaba meses
trabajando en UE, con sueldos altos y compañeros estupendos.
Celia,
a pesar de toda la vorágine de instalarse y de su nuevo trabajo, no dejaba de
pensar en Jorge. ¿Qué podía haber pasado? Y sin una llamada, su móvil seguía
apagado.
Es
que no tenía ni su dirección, ningún dato para poder contactar con él.
De
pronto, un día, se acordó de Rebeca, la de la fiesta de cumpleaños donde
conoció a Jorge. Con su mano temblorosa, buscó el móvil de su amiga , rezando
que tuviera la dirección del chico.
La
llamó y se alegró cuando oyó la voz de Rebeca, era su última oportunidad. Pero
todo se derrumbó cuando se lo preguntó y su amiga le contestó que no sabía
dónde vivía Jorge y que además hacía tiempo que no lo veía. Se quedó
desconsolada y pensativa, Ahí decidió olvidarle.
En
ese momento llegó María, su amiga y compañera de piso.
Era
muy extrovertida y ella le ayudó a sobrellevar su pena. Llegó a acostumbrarse a
la vida en Bruselas. Sus amigos le animaban para ir a fiestas, eventos o
conciertos. Aunque aún le costaba, ella iba con la intención de olvidar su
vida pasada, había sido muy duro el
desengaño que tuvo con su primer amor, pero el tiempo lo cura todo y a Celia,
también se le iba curando la herida de su corazón.
Estaba
contenta y no tenía la intención de volver a España, salvo para ir a ver a sus
padres. Ya hacía un año que estaba en Bruselas y pensó que era hora de ir a ver
a su familia.
Esta
vez, se fué en un vuelo directo a Madrid.
Cuando se bajó del avión y pisó
suelo español, se emocionó, cerró los ojos y recordó el día de su partida,
esperando en Barajas a su amor que aún no había olvidado del todo.
A
la salida del aeropuerto, la esperaban sus padres y su hermano “el peque”, como
le llamaba ella, aunque ya era casi un hombre. Se abrazaron entre lágrimas y
risas, dirigiéndose al parking.
Y
así, felices, tomaron el camino para
casa.
Celia disfrutaba de un mes de
vacaciones y lo pensaba aprovechar.
Contactó
con sus amigos y amigas para quedar, con ellos seguro que se lo pasaría bien!
Un
día, pasaron por el parque donde quedaba con Jorge y se atrevió a preguntar si
sabían algo de Jorge. Nadie sabía nada, no habían vuelto a verle, parecía que
se lo había tragado la tierra
Uno
de sus amigos, Felipe, le propuso que lo buscara por internet, en cualquier red
social. Ella le contestó que no merecía la pena, si no fue a despedirla es que
se habría arrepentido y que seguramente ya la habría olvidado. Felipe le
contestó que le veía muy enamorado, hacían una pareja perfecta.
Por
la noche, dando vueltas a la cabeza, se sentó ante su ordenador y en ninguna
red social aparecía el nombre de Jorge Ruiz. Estaba abonada a un periódico
digital y sin saber porqué fue a buscar las noticias del día de su partida. Se
quedó de piedra cuando vio que había habido un accidente múltiple en la autovía
por donde tenía que pasar Jorge. En la lista de los heridos aparecía Jorge
Ruiz. No lo podía creer.
A
la mañana siguiente, llamó a su amiga Merche, era médico y lo mismo estaba al
corriente de algo. Ella no sabía nada pero conocía a un médico que trabajaba en
La Paz, donde iban todos los casos graves.
Merche
lo llamó y...¡Sí, se acordaba! Le dió su dirección, que aunque no se podía, al
ser amiga de Merche, se la proporcionó.
Al día siguiente, cogió un taxi sin
decir a nadie donde iba. Su corazón latía a cien por hora, sentía que iba a
explotar.
Era
a las afueras de la ciudad. El taxi se paró delante de una casa grande y
bonita, de un cierto nivel social.
Armándose
de valor, llamó al timbre y salió una señora, elegante, aunque vestía ropa de
estar en casa. Le dió los buenos días y preguntó si vivía ahí Jorge Ruiz. La
señora la miró y le dijo que si ella era Celia. Le contestó “sí, ¿cómo sabe mi
nombre?. Sin contestarle, le rogó que la acompañara al jardín. Al fondo, estaba
Jorge, en una silla de ruedas, con barba y muy delgado.
“Hable
con él, no la ha olvidado, tiene su foto en la mesita de noche de su
dormitorio”.
Caminó
hacia él y lo llamó, volvió la cabeza y su cara resplandeció. Le tendió los
brazos y ella llorando, corrió hacia él.
Se
contaron sus vidas desde el fatídico día. Él tuvo un accidente, yendo a
Barajas, estuvo a punto de morir y quedó inválido pero con su tratamiento y
mucho esfuerzo podría volver a andar.
Celia pasó el resto de sus vacaciones con él.
Volvió
a Bruselas y pidió el traslado a Madrid para estar con su primer y único amor.
Una
año después se casaron y él también acabó por poder caminar.
Prometieron ir juntos a Bruselas, en avión, ese avión que casi separa sus vidas.
Una vieja plazoleta,
de un antiguo pueblo,
no muy bulliciosa,
con un ambiente sereno.
Casas con muchos años,
ventanas y fachadas,
tejados con musgos.
Las calles empedradas.
Terrazas de bares,
bajo un cielo nublado.
Me senté, después,
de haber andado.
Pedí una limonada.
La brisa sopla agradable
suave, dócil y apacible,
a flor de piel, templada.
MI PLAZA
Esta plaza me embauca y
me siento como en casa, si tuviera tiempo, podría pasarme horas y horas sentada
en una de sus terrazas. En este espacio jugué de niña y me di bastantes
castañazos montada en mi bici, siempre llegaba a casa llorando con moratones y
heridas en las rodillas y codos. Mi madre no me consolaba como yo esperaba, mientras
me curaba con mercromina me regañaba, amenazándome con no dejarme más montar en
la bicicleta. En esta plaza paseaba de adolescente con mi pandilla y flirteaba
con los chicos, fumé los primeros cigarrillos a escondidas. En los bancos,
que han desaparecido, besé por primera vez a mi novio, con él me casé; todavía recuerdo
las cosquillas que sentía como si reviviera aquella noche. La plaza tenía pocas
farolas y las parejas se besaban en los puntos ciegos donde no llegaba la
iluminación.
Todas las tardes me siento sola, no
me gusta venir con nadie porque es una hora que me relajo y me olvido de los
quehaceres diarios y me gusta observar el fluir de la gente, la mayoría no la
conozco porque el pueblo ha crecido en número de habitantes, y, además, hay
muchos turistas de paso que visitan la plaza. Parece que estoy en la platea de
un teatro y los viejos edificios restaurados sirven de telón de fondo. Hoy no hace
calor y las pequeñas nubes algodonosas y caprichosas me permiten permanecer más
tiempo y saborear un delicioso café.
Hasta hace una década la plaza estaba ornamentada con esbeltos árboles caducifolios que en verano cobijaban con sus sombras, se sentía correr la brisa que llegaba del mar, oías el zumbido de los insectos o el trino de las aves que anidaban en las ramas de los tilos, de los castaños de Indias y de los álamos blancos. En otoño se alfombraba el suelo con sus hojas. Había bancos donde podías sentarte a descansar o a conversar. Los chillidos de los niños que jugaban y corrían irrumpían la quietud de los ancianos. Había un bar con tres mesas en la puerta donde los hombres jugaban al dominó. La plaza era un lugar de encuentro para sus pobladores.
Pero llegó la modernidad, y el
político de turno tuvo la gran idea de talar los centenarios árboles. La tierra
de albero fue sustituida por estas horrorosas y grandes losetas grises. Una de las
explicaciones que dio el alcalde para justificar el cambio fue que así los
niños no se mancharían de amarillo. También desaparecieron los bancos y se llenó
la plaza de cafeterías y restaurantes que acapararon el espacio de todos nosotros
con sus terrazas abarrotadas de mesas, sillas, gigantescas sombrillas y cada
vez más artilugios que se inventan para que la clientela permanezca durante
tiempo sentada en las incómodas sillas de hierro forjado. Ahora, si quieres
descansar y conversar un rato, tienes que pagar una consumición, como estoy haciendo
yo. A no ser que se quiera permanecer en pie o sentarse en el suelo.
¿Dónde están los niños y niñas de
este pueblo que siempre alegraban la plaza? Seguro que en los colegios entretenidos
con actividades extraescolares, en sus casas con los videojuegos y la
televisión, o en el parque infantil que se construyó para quitarlos del medio y
que no molestaran a los adultos y turistas que disfrutan esta antigua plaza, ahora casi
privada. Echo de menos ahora las risas infantiles, sus gritos e incansables juegos.
Me voy porque me está dando llorera. Esta tarde me ha embargado la nostalgia.
Paquita Díaz
Me pregunté, y ¿porqué no. Y si lo
hiciera? ¡caramba!, claro que sí soy capaz, me dije.
Me coloqué mi vestido rojo, me coloreé los pómulos, me pinté
los labios con el color rojo más fuerte que tenía de pintalabios y perfilé mis
ojos con un color cielo. Me observé en el espejo y me sentí eufórica y algo
nerviosa también. Salí a la calle con mi vestido rojo ceñido y mis tacones de
10 cms., y comprobé como los hombres se volvían a mirar a mis caderas
contoneándose colocada tras la máscara que ocultaba mi verdadero estilo. Pero
creí que ese momento lo requería. Sí, lo requería.
Hacia muchos
años que no nos veíamos. Éramos del mismo pueblo pero por circunstancias
particulares de cada uno lo abandonamos para ir a otro lugar a buscarnos la
vida. Siempre me había gustado y creo que yo también a él, pero éramos muy
jóvenes y en aquella época nada de besos y abrazos como mucho algún pellizco disimulado y alguna mirada
insinuante pero nada más. Recuerdo perfectamente como desde una atalaya desde
donde se divisaba el pueblo vi con tristeza como se metía en el coche de su
padre y se perdían por la carretera rumbo a no se donde. En ese momento sentí
que se esfumaba mi ilusión. Hasta lloré en silencio. A los pocos días me fui yo
también, en este caso rumbo a Madrid. Al cabo de varios años, como 30 más o
menos, recibí un mensaje de él diciéndome que por internet me había localizado,
que a que hacer, pero mi respuesta fue
que me parecía bien. Yo estaba viuda y de él yo no sabía en qué situación se
encontraba, pero me volvió a llenar de ilusión volver a verle Llegué jadeante a
la cita en esta plaza y con los pies hechos polvo de los tacones. Había una
mesa vacía y me senté pidiendo un café al camarero. La plaza estaba con buen
ambiente y rodeada de terrazas llenas de gente. Niños y mayores pasaban con sus
bicicletas disfrutando del día tan maravilloso que hacía. Me sentí con envidia,
pues siempre me hubiese gustado haber aprendido a andar en bicicleta, pero no
lo conseguí. Observaba a los pájaros que se paseaban por entre las mesas
picoteando todo lo que caía al suelo. Ya llevaba más de media hora allí sentada
sin que él hiciese su aparición. Pagué el café y ya mosqueada decidí darme una
vuelta por a plaza. Al momento de levantarme de la mesa alguien me cogió por el
brazo, me volví en plan arrogante y allí estaba él. Me pidió disculpas por la
tardanza, nos saludamos como amigos y nos sentamos en otra mesa. Me costó
reconocerlo pero según él me había reconocido a primera vista. Lo siguiente,
repasar el tiempo vivido cada uno en la lejanía.
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