Escribe sobre esta fotografía: Lucía Muñoz, José Guerrero, Paquita Díez, Vicky Fernández y Haydée Acosta
Lucía Muñoz
Alejo se rascó la lustrosa
calva pues no podía creer lo que sus ojos estaban viendo, el bar de Mauro
totalmente vacío. Las mesas y sillas limpias y bien alineadas y recogidas, la
barra vacía, sin la presencia gruesa de Mauro, ni los parroquianos de cada día
sentados en taburetes hablando a voces, unas voces que llenaban ellas solas el
local. Ni tan siquiera olía a ese aroma característico de fritanga mezclado con
el agriodulce del vino o los licores, el de los zapatos o pies; sudores y
colonias baratas. Miró su viejo reloj de
cuerda con esfera dorada, las 6 menos cinco minutos. Aquí había gato encerrado, pensó Alejo, o me
están gastando una broma los colegas de la partida del cinquillo.
Admiró el local, le pareció
más amplio. En verdad nunca lo había visto tan limpio y con ese olor a
fregasuelos de pino, como el que usaba su mujer.
Quiso dar un paso dentro del
local y de pronto alguien le sujetó por un hombro.
-¿Qué pasa? – preguntó
dándose la vuelta.
- Es que no te has enterado
que hay toque de queda – le dijo Mauro, con el mandil blanco lleno de toda
clase de manchas de no se sabía que origen.
-¡Lo que nos faltaba! ¡Esto
es una dictadura!
-Qué dictadura ni leches,
Alejo. ¿En qué mundo vives? ¿Es que no ves las noticias? Que estamos en la tercera ola y los
carcamales como tú están cayendo como chinches.
-Oye, más respeto, que yo no
soy ningún carcamal – y acompañó sus palabras agarrándose el cinturón negro y
subiéndose los pantalones exageradamente.
-Ten cuidado no te los subas
tanto que te van a servir de mascarilla.
Ambos se ríen a carcajadas,
tan fuertes que resuenan en toda la calle vacía en esos momentos.
-Alejo, ya sé que es una
putada, pero no puedo servirte nada. Qué
más quisiera yo. Tengo que echar el cierre, son las nuevas normas.
-Pues ya sabes dónde me meto
yo las nuevas normas, y se pasó la mano por la bragueta del pantalón gris.
Mauro, sonriendo, apagó las
luces y echó el cierre al bar. Alejo se
despidió fastidiado con las manos en los bolsillos y maldiciendo, sabiendo que tenía
que volver a casa con el mal gusto de no haber podido jugar su partida de
cinquillo, cosa que era sagrada para él desde que cumplió los treinta años.
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José Guerrero
PRUEBA DEL ALGODÓN
Es sabido que siempre se rompe la soga por
lo más delgado, y la excepción confirma la regla. Fue lo que acaeció en el
affaire que nos ocupa, por ello no se puede vender la piel del oso antes de
cazarlo.
El trajín cotidiano delata los roces de los
zapatos pateando las calles o frías baldosas de las aceras retratando los impulsos
interiores, que al unísono se van descargando o transformando.
La mente humana cifra a veces los
procedimientos y obsesiones en lo primero que se le viene a la boca, exhalando sentencias
como si de la Biblia se tratara.
Virtu en su pubertad tuvo no pocos
escrúpulos, y con el trascurso del tiempo no se le abría una ventana en su vida
por donde evadirse o recibir luz, algún rayo de esperanza que echase por tierra
los sinsabores o la fuerte atracción que sentía por los fulgores del espíritu, tal
vez porque su ambiente familiar era tan hermético y angosto que no le dejaba expansionarse,
vivir a su aire.
Con el paso de los años no hallaba una salida
a su oscuro estado de ánimo, y ante tanta incertidumbre y desánimo, si bien lo llevaba
con no poco sigilo, se dijo para sus adentros, ya lo tengo, me meto a monja y me libero, y de esa guisa conseguiré
un esposo como Dios manda para toda la eternidad, no teniendo que mendigar en
los mercadillos fiesteros de invierno o en chollos verbeneros a bajo precio en la
intemperie dando unos pasos inciertos o anodinos.
Como dice el proverbio, del dicho al hecho hay un gran techo, por lo que no las tenía todas
consigo generado a la sazón por las rarezas que le acechaban, unas extrañas limitaciones
que le impedían volar libremente a su antojo, como era el mal olor del aliento
o los inoportunos ataques de asma que le rompían el ritmo de vida, y la dejaban
de pronto en el dique seco, obligada a llevar una vida constreñida y con
bastante sacrificio.
Para sacudirse la pusilanimidad o sopor que
la embargaba se fue una noche con un@s amig@s a las fiestas del pueblo vecino
con idea de soltarse el pelo y divertirse como nunca había hecho, y al regresar
caminando por la carretera de madrugada llegó un coche que paró de repente a su
altura y con la rapidez del rayo se bajaron dos individuos amordazándola, toda
vez que se hallaba un tanto alejada del grupo por molestias de sus zapatos
introduciéndola en el maletero del vehículo, y con las mismas desaparecieron como
si de un platillo volante se tratase.
Y al cabo del tiempo no se sabía nada de su
paradero, y el día de San Valentín a los primeros rayos de sol asomaba acompañada
de un galán como en un desfile de modelos por la pasarela, tan radiante y
hermosa que no la reconocían ni los más allegados.
Su trabajo le costó engatusar con sus
ardides a un vigilante del secuestro para que la llevase a la fiesta prometiéndole
por lo que ella más quería en este mundo que estaba locamente enamorada de él,
volviendo luego al zulo.
Un tiempo después llevando con nervios de
acero y mucha inteligencia su incierto secuestro, que se le hacía eterno, ideó
una fuga, pergeñándola cuando el guardián se había dormido, y con las mismas
pilló las de Villadiego presentándose en el pueblo acabando felizmente el
calvario, verificándose el dicho popular, nunca
es tarde si la dicha es buena.
Mas Virtu por su espíritu aventurero y
travieso no cesaba en sus anhelos de saber y conocer mundos, personas, culturas,
y merodeaba por los más inverosímiles resquicios degustando caricias, licores, ambientes,
privilegiadas recepciones que se le ponían por delante, y no se conformaba con cualquier
cosa, cayendo más pronto que tarde en la desesperanza y cansino hastío,
mostrando el lado más lastimero en galopante depresión y una penosa ansiedad, y
a fin de encontrar sosiego y aplomo en el alma acudía con frecuencia a la
parroquia apuntándose a cursillos que proliferaban por tales fechas en la comarca
debido al incesante incremento de pobres que iban engrosando las filas del paro
y el hambre por mor de una inmisericorde pandemia.
Finalmente quiso darle sentido a su vida, y
liándose la manta a la cabeza tomó los hábitos haciendo votos de pobreza,
castidad y obediencia, aterrizando en la vida espiritual del convento como una
estrella que viniese con la estatuilla del óscar en la mano.
Las monjas la recibieron con los brazos
abiertos, irrigándola de innumerables parabienes y regocijos, sintiéndose sumamente
satisfechas y felices.
Sin embargo, no era oro todo lo que relucía,
ya que en las horas más tontas de los rezos se venía abajo al penetrar por su
pecho un aire rebelde y fresco del mundanal ruido que le hablaba al oído
voluptuoso e inquieto, y para acallarlo se sentía impulsada a acercase a la
capilla a hacer penitencia rezando rosarios encadenados, con objeto de atemperar
el fogoso fuego de las tentaciones.
Y en esa pugna y tortuoso caminar
transcurría el tiempo, y como no hay mal que por bien no venga ni enfermedad que
cien años dure, cierto día tuvo que acudir a urgencias por un golpe de asma, siendo
hospitalizada por prescripción facultativa.
El médico
de guardia era una persona afable y tierna cayéndole en gracia a Virtu, y a
media mañana, cuando le dieron el alta para regresar al convento de clausura
sufrió un nuevo desvanecimiento, hasta el punto de necesitar el recurso de boca
a boca, y cuál no fue el milagro que se produjo cuando una vez recuperada de
los síntomas que la atormentaban se quedó prendada del médico, no queriendo
despegarse de él y menos aún volver al convento.
Al cabo de un lapso de tiempo la madre
superiora toda preocupada y molesta por la tardanza telefoneó al centro médico
preguntando por Virtu, pero ella no quería saber nada, y entre los aspavientos
que exhalaba y unas cosas y otras con la
bata de enfermería que llevaba se enganchó al galeno y ambos, como el que
no hace la cosa, atravesaron el umbral del hospital y echaron a volar cogidos
de la mano mirándose a los ojos, mostrando una envidiable y efusiva felicidad.
Ante el exasperado nerviosismo de la
Comunidad por la ausencia de Virtu, llamaron a la guardia civil por si había
sido víctima de algún atropello o secuestro, como suele ocurrir en esos casos cuando
alguien no da señales de vida, pero el algodón no engaña, y sus labios rojos aparecían
esculpidos en los del doctor.
La prueba del algodón lo rubricó con dulzura,
al pasar por el corazón de carmín que había dibujado en la mejilla.
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Paquita Díez
Sí, era una noticia bomba. Los
periodistas de la TV daban la noticia de que se estaba extendiendo por todo el
mundo una enfermedad desconocida hasta el momento. La OMS y los gobiernos
escuchaban también esta noticia sin saber de dónde procedía y si era veraz,
presintiendo que esta información de ser cierta provocaría un caos a nivel
mundial que obligaría a recabar mas información a las altas esferas de la
sanidad y gobiernos para tener mas seguridad y ponerse a trabajar casi a
ciegas. La noticia corría como la pólvora de cómo la gente comenzaba a sentir
síntomas totalmente desconocidos y a los pocos días morían. Las instituciones
sanitarias presas de pánico recomendaban a la población no salir de casa hasta
que no se pudiese investigar de que enfermedad se trataba. Recluidos todas y
todos en sus casas no se atrevían ni a asomarse por las ventanas. Julia y Mario
que vivían en el campo totalmente aislados libres de TV, móviles ni teléfono
decidieron ir al pueblo más cercano a hacer unas compras. Cuando llegaron al
lugar se encontraron un pueblo fantasma donde las calles estaban desiertas, los
establecimientos cerrados a cal y canto y el silencio cortaba el aire.
Desconcertados recorrieron las calles con la esperanza de encontrar a alguien
que los pudiera contar el porqué de aquella situación. A una señora mayor que
paseaba a su perrito la preguntaron y ésta sin titubear los contestó que el
cura, desde el púlpito mientras decía la misa, les había dicho que se fueran a
sus casas y que no saliesen, porque si no lo hacían iban a morir, pero como a
mí no me importa morir pues no le he hecho caso. Julia y Mario despavoridos se
marcharon a su casa de campo hasta que la plaga los invadió también. Pero,
¿quién quedó para contarlo? Yo el narrador.
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Vicky Fernández
RESTAURANTE
EL ASTADO
En el restaurante taurino El
Astado todo quedó limpio y desinfectado, dispuesto para su inauguración y
para prestar servicio a una clientela taurófila. El olor a fritanga y a cerveza
de barril aún no se había impregnado en las paredes y cortinas. El local olía a
lejía y a aerosoles desinfectantes que amenazaban dejar las pituitarias inodoras
y paralizadas por algún tiempo.
El mobiliario era sencillo y nada pretencioso;
mesas para los comensales con patas de hierro fundido y encimera de mármol
blanco, sillas de madera de abedul negras y rejillas de ratán, una gran barra
inmaculada de bar de acero inoxidable, las lámparas y apliques de tulipas
blancas y suelos impolutos de losetas de cerámica.
El dueño quería que su afición
taurina quedara impresa en la decoración de su nuevo restaurante, que con tanta
ilusión había inagurado. Las paredes se atiborraban con cuadros de tauromaquia y
también estaban decoradas con carteles de antiguas corridas de toros bravos en
famosas plazas como: Jerez, la Maestranza de Sevilla, Madrid, etc. Estos anunciaban
a los héroes de la arena que vestían costosos trajes de luces. Toreros
legendarios como: Paco Camino, Paquirri, Manolete, Antonio Ordóñez, Gitanillo
de Triana y todo el elenco de toreros, rejoneadores, banderilleros, matadores y
torturadores de toros de las más famosas casas de criaderos de astados bravíos
que pastaban pacíficamente en las dehesas de encinares y alcornocales y que eran
conducidos a los cosos taurinos de pueblos y ciudades para celebrar sus fiestas
y ferias.
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Haydée Acosta
EL AYER
La vieja cafetería duerme, en la penumbra aún tibia de los recuerdos.
Tras
sus puertas cerradas yo alcanzo a oír los murmullos de charlas distendidas, de
animadas conversaciones entre amigos, poniendo al mundo del revés y del derecho
tantas veces como fuera necesario replantear la historia, el futuro, la vida.
Esas
sillas vacías, esas mesas pulidas con entusiasmo por la fuerza de la
comunicación en repetidos diálogos de complicidad codo con codo, son los testigos
vanos de una filosofía ahogada en el silencio. Añoradas charlas de café que
ronronean como un gato mimoso desde un rincón del alma.
Sólo los cuadros revistiendo incólumes las paredes, acarician un poco a la sufrida nostalgia. Fotografías, carteles, se mantienen abrazados en el contexto de la memoria, aguardando tal vez que un nuevo día, los despierte con luz del letargo del olvido.
Vic
Vicky
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